31 de enero de 2011

De la promoción cultural a la gestión de la cultura en México

Cerrando este ciclo de temas a dos voces, observadores/invitados, tenemos un invitado de lujo para responder el texto de Ahtziri Molina sobre la gestión cultural.

Nos da un recondenado gusto que Óscar Hernández Beltrán –promotor, funcionario cultural y uno de los fundadores de este Observatorio- nos visite y regale un texto sintético y claro sobre los procesos de asentamiento de la promoción/gestión cultural en México.

Óscar ha laborado en la UNAM, el INBA y los Institutos de Cultura de Veracruz y Guanajuato, participando principalmente en el diseño y la aplicación de proyectos orientados al desarrollo cultural comunitario y la educación artística no formal.

Te mandamos un abrazote, Óscar.

Por último queremos agregar,
Tlacotalpan 2011: ¡Fiesta sí; Embalse NO!

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De la promoción cultural a la gestión de la cultura en México
Óscar Hernández Beltrán

Apunta Ahtziri Molina en su colaboración del 17 de enero que, durante los años sesentas y setentas del siglo pasado, las ideas relativas a la promotoría cultural en América Latina tomaron forma “de movilización social y construcción de comunidades”. Añade que, en los ochenta “hubo un fuerte impulso al trabajo de la promoción cultural desde los ámbitos independientes”. Comparto ambas afirmaciones. En las líneas que siguen me propongo reflexionar brevemente en torno a las peculiaridades que tales movimientos sociales adoptaron en México, a las respuestas que el estado mexicano les brindó y a las pautas de desarrollo que dichos procesos imponen hoy en día a quienes diseñan y aplican las políticas públicas en la materia.

La percepción de que la promoción cultural significaba, antes que nada, una oportunidad de propiciar la movilidad social, orientada a reafirmar la identidad de los grupos sociales alternativos, nos llegó del Sur, principalmente, de Argentina, donde los gobiernos dictatoriales habían provocado el surgimiento de formas hasta entonces inéditas de organización social comunitaria, muchas de ellas relacionadas con el fortalecimiento de las identidades culturales.

A diferencia de Argentina, la mayoría de los promotores culturales mexicanos de la época no administraban proyectos culturales independientes, sino que despachaban en oficinas gubernamentales de impulso a la cultura. Ello no fue un obstáculo para que la visión reivindicatoria de la promoción cultural acabara por imponerse. Para que ello ocurriera, se desarrolló un proceso que constó de varias etapas.

Dado el tradicional aislamiento de los esfuerzos editoriales latinoamericanos, la primera labor que se llevó a cabo fue la publicación de los textos canónicos sobre el tema. Algunos de ellos fueron editados por empresas privadas, los más, por instancias públicas, que las compilaban en antologías destinadas a la capacitación de los promotores culturales que laboraban en sus instituciones o que participaban en sus programas.

El segundo gran esfuerzo, efectuado por una generación especialmente talentosa y generosa de teóricos sociales mexicanos, fue la escritura de ensayos en los que se aclimataban a la realidad nacional las propuestas teóricas provenientes del Sur. Como suele suceder, algunos de esos ensayos fueron tan buenos que en poco tiempo fueron citados por los autores de los textos canónicos originales.

La tercera manifestación de este proceso (que no necesariamente ocurría en fases sucesivas, rigurosamente ordenadas) fue el diseño y la aplicación de programas culturales que, no sin contradicciones y titubeos, se proponían llevar a la práctica las lecciones aprendidas y asimiladas. A lo largo de la década de los setenta, tres términos funcionaron como ejes transversales de tales programas: descentralización, coparticipación y corresponsabilidad.

El problema de la centralización era común en América Latina, pero se manifestaba con especial virulencia en México. El tema preocupaba hasta al gobierno. Por ello, cualquier programa cultural que incluyera en su diseño la posibilidad de que las comunidades de los estados y los municipios se apropiaran de procesos de organización, proyección y rentabilidad cultural era bien visto y generosamente patrocinado. Las dependencias federales de impulso a la cultura se llenaron de oficinas de “vinculación” mediante las cuales se trataba, no sin lastres paternalistas, de poner a la hora los relojes provincianos. En esta preocupación se encuentra, acaso, uno de los gérmenes del surgimiento, durante la primera mitad de los ochenta, de las entidades estatales de impulso a la cultura.

La idea de la coparticipación suponía una estrategia patas arriba: no se trataba ahora de diseñar en el escritorio programas de divulgación cultural que redujeran de una manera eficiente y expedita las limitaciones de acceso al goce y la recreación de las manifestaciones culturales que, de manera endémica, padecía la población nacional, sino de propiciar la organización de las comunidades en torno al desarrollo de proyectos culturales que, al tiempo que atendieran dicha carencia, contribuyeran a la reafirmación de las practicas culturales propias y a la apropiación consciente y sistemática de las ajenas. Mucho se intentó, poco se logró, algo quedó.

El reto mayor era, desde luego, el de la corresponsabilidad, mediante la cual se pretendía que las comunidades asumieran algunos de los costes de los proyectos culturales. No sorprende ahora constatar que las mejores respuestas a este desafío ocurrieron en las áreas de mayor marginalidad, especialmente en las zonas indígenas, donde, desde siempre, la organización comunitaria se ha hecho cargo de los gastos que demandan las prácticas simbólicas.

A principio de los ochenta, las ideas que impulsaban la dinámica cultural como un espacio de cohesión identitaria se consagraron ya como programa de gobierno. En efecto, el Plan Nacional de Desarrollo 2002-2008 incluía las estrategias aquí mencionadas, con todas sus letras y todas sus tácticas. Este hecho significó, en mi opinión, un cambio en las políticas culturales de México que, hasta la fecha, no ha sido debidamente valorado. No se trata precisamente de montar un altar para sacrificar un pollo a la mayor gloria de quienes impulsaron dicha perspectiva, sino de valorar debidamente sus consecuencias, entre otras cosas, para no incurrir en la fea costumbre de descubrir el hilo negro.

Tal vez (y digo tal vez, porque esto es algo que no se ha estudiado adecuadamente) muchas de las prácticas de la sociedad civil organizada en torno a proyectos culturales que hoy estamos observando se expliquen, aunque sea parcialmente, por la divulgación de las ideas autonomistas de los años setentas y ochentas. En todo caso, esas prácticas existen, están a la vista y poseen una gran importancia. La presencia de los grupos de ciudadanos organizados a favor de las manifestaciones de nuestra diversidad creativa obliga a los responsables de las entidades públicas de impulso a la cultura a gobernar, no para ellos, sino con ellos. Esto significa que la presencia de dichas organizaciones en las esferas de planeación y uso de los recursos públicos debe ser cada vez mayor y cada día más decisiva. Sólo entonces nuestras autoridades habrán dado el paso que los convertiría de promotores en gestores culturales.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Hola! los textos y el tema me han parecido muy interesantes, no tengo conocimientos al respecto pero me ha llegado la información, gracias!, y me gustaría si es posible que respondieran a una duda que me ha surgido, y es cual es la diferencia que hay entre promoción y gestión cultural?... saludos!

oscar hernandez dijo...

Como lo entiendo, el promotor cultural es aquel que procura favorecer la vida cultural de las comunidades, especialmente de las marginadas, mediante el diseño, operación y evaluación de programas orientados al establecimiento de espacios, ayudas e incentivos, pero manteniendo siempre el control de los recursos y las decisiones.

El gestor cultural, en cambio, es un profesional que administra de la mejor manera posible los recursos existentes, pero cede su orientación a la sociedad civil organizada, que participa de manera consciente y sistemática en cada una de las fases de desarrollo de las actividades de impulso a la actividad cultural.