Seguimos
armando nuestro mosaico de ausencias y presencias... Le toca turno al
añorado Negro Ojeda.
Raúl
Eduardo González nos ofrece un fotograma de la romanesca vida del
Negro Ojeda, personaje que acompañó hasta el final a Salvador
Ojeda, músico jarochilango que como pocos recorrió como arriero los
caminos entre las tierras altas y el Sotavento, articulando la trova
con el son, el fandango con la peña.
Raúl
Eduardo es profesor, jaranero, editor y estudioso de las canciones
tradicionales; cada vez que puede, escribe versos. Admira la labor de
los músicos y compositores populares, a quienes suele hacer
preguntas sobre su vida y su trabajo.
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El Negro Ojeda: fandango que no cesa
Raúl Eduardo González
Hace
cosa de dos años, el 19 septiembre de 2009 Salvador el Negro
Ojeda afrontó a su manera el llamado telúrico de la ciudad donde
nació el 27 de enero de 1931, y para celebrar entonces nada menos
que siete décadas como cantante, se presentó en el Multiforo Ollin
Kan de Tlalpan con un programa que hacía eco de la música antillana
y de la trova latinoamericana al que tituló valientemente como
“Monólogo… Va mi resto”, citando la canción de Silvio
Rodríguez y aludiendo a la que puede ser la frase postrera de los
jugadores de naipes; como él lo señaló en una entrevista a Tania
Molina de La Jornada en los días cercanos al recital: “Va
mi resto es aventar todas las fichas, a ver si estoy blofeando...
Al final del concierto, como vea la cara del público, sabré si
habré ganado o no”.
Fruto
de esa audición que congregó a multitud de personalidades y amantes
de la música tradicional y popular de México es el disco del mismo
título, en el que el cantor de 78 años a la sazón salía
definitivamente airoso del lance: aquella tarde, acompañado por los
músicos Rocío Gómez, César Machuca, Pepe de Santiago y Gonzalo
Sánchez, puso de pie al auditorio en uno y muchos aplausos; en el
disco, uno reconoce el corazón y el oficio de quien fuera poseedor
de una voz inconfundible, de una vitalidad que el escenario
simplemente potenciaba, de un oído sensible, puesto siempre al
servicio de la armonía y el canto de voces e instrumentos.
La
voz del Negro Ojeda conmovía y conmueve por su timbre dulce,
que hace pensar en el viento manso de una tarde feliz, y que sin
embargo tiene la contenida tempestad del zapateado y el azote tenaz
de la jarana ―“Mocambo, Yanga y Mandinga / me hablan con el
tambor”, dicen los versos de David Haro que él interpretó tan a
su manera. El aliento sonoro del Negro rezuma vida y pasión, con él
aprendimos a escuchar zambas y boleros, sones montunos, canciones
rancheras y de trovadores contemporáneos, sones jarochos… Poesía
y tonadas que al materializarse en su voz hacían pensar a quien lo
escuchaba que cantar era lo más natural del mundo, como pueden serlo
el oleaje del mar, el vuelo de un pájaro, la sonrisa de un niño.
Y
como cantar parecía muy fácil cuando el Negro lo hacía, y porque
él siempre entendió la música como una irrenunciable forma de
realizarse prodigando el don y el gusto a los demás, fue maestro de
muchos músicos y cantantes a lo largo de algo así como medio siglo:
ponderaba, ante todo, que la música fuera para quien la hiciera una
necesidad vital y no tanto una obligación. En la conversación que
sostuve con él en septiembre de 2009, me decía: “no, nunca quise
dedicarme a cantar; en mi juventud usaba la música para divertirme
y, ¡bueno!, la necesitaba para vivir conmigo mismo y soportarme yo
solito, porque tenía sembrada la cosa. La música me llamaba la
atención demasiado. Entonces, siempre andaba yo buscando hacer
música, con gente que estaba más o menos como yo”.
Así,
fundó a principios de los años sesenta su hoy mítico café Chez
Negro, un espacio abierto a la música tradicional ―la rumba, el
son jarocho, la canción y el folclor latinoamericanos― desde donde
se fue delineando el gusto particular de un público de
universitarios, profesionistas y amas de casa clasemedieros y urbanos
―muchos, como el propio Negro, de ascendencia provinciana―,
quienes ciertamente con un ánimo de resistencia cultural y con
muchas ganas de cantar en su propia lengua retomaban los movimientos
folcloristas que en Sudamérica y en Europa iban cobrando una gran
importancia.
En
el Chez Negro confluyeron músicos como el desaparecido René
Villanueva, Pepe Ávila, Rubén Ortiz y Gerardo Tamez, quienes con el
impulso de gente como Jas Reuter y Jorge Saldaña fundaron, bajo la
dirección del Negro Ojeda, el grupo Los Folkloristas, que reunía y
reúne hasta nuestros días gente que, como él, “sabía hacer
música sin ser músicos, nada más lo hacíamos por diversión”,
algo que el Negro buscó siempre a lo largo de su vida, como lo
recordó en la conversación que sostuvo con Jesús Alejo Santiago
para Radio Educación: “lo que me interesaba era tocar, cobrara o
no cobrara yo, por eso prefería tocar con gentes amateur, para que
no anduvieran poniéndose moños de que ‘vamos a tocar sólo cuando
nos paguen’; no, no, no, había que estar tocando todo el tiempo, y
acá y acullá, y si no había dónde tocar, inventábamos a ver
dónde”.
Hoy,
luego de su partida ―apenas el 9 de febrero del año pasado―, al
escuchar su voz en discos uno se pregunta adónde se ha marchado
aquel hálito vibrante. Es un lugar común decir que ha quedado en el
recuerdo, y que vive en cada uno de los que lo escuchamos y lo
escucharemos; no cabe duda que hay mucho de verdad al pensar que vive
en los corazones de quienes la estimamos entrañable. Antonio García
de León ha dicho al respecto: “te hemos puesto cerca de nosotros
para que nos impregnes de futuro. Te vamos a embarcar, te vamos a
largar a sotavento. Te pondremos en un barco de papel que desde el
río de las mariposas te lleve hasta el mar, hasta el azul brillante
del mar matutino. Te seguiremos por las dunas del Conejo y Chocotán
hasta que te disperses en el mar profundo y desde allí veremos cómo
te totalizas en el horizonte de las aguas y los rayos soberanos,
mientras miles de aires, sones y tonadas retornen a tierra
fertilizados por tu larga travesía”.
Pienso
además que aquella voz sigue vibrando, como vibra y late el eco de
un fandango vital cuando uno ha decidido irse a dormir y los
jaraneos, los cantos, el punteo del requinto y los taconeos siguen
escuchándose en los oídos y siguen inundando todo el ser, como el
licor que ha dejado en la boca un gusto que no sólo se resiste a
desaparecer, sino que va acusando nuevos toques no percibidos en el
paladeo ni en el trago. Como nuevas melodías que se van revelando en
ese regusto del íntimo fandango de la duermevela, así la voz del
Negro nos sigue cantando y vive porque alguna vez la escuchamos y
aquí sigue y seguirá, para decirnos las cosas como nadie lo hizo.
Él
mismo descubrió y fue víctima desde niño del hechizo del fandango
y se apropió de su palpitación para toda la vida: a los cinco o
seis años, llegó a Tlacotalpan, donde conoció el ambiente del son
jarocho tradicional; “me gustó tanto que en cuanto llegaba a
Tlacotalpan me metía yo al fandango y de ahí no salía”, decía.
En aquella ciudad aprendió a zapatear, en los fandangos que se
hacían afuera de la cantina de Caballo Viejo, donde “ponían un
entarimado ahí enfrente; el fandango era por nada, simplemente por
el gusto de estar oyendo trova y bailar, bailar; eso sí, el caso es
que siempre estaba atascado, jueves y domingos estaba atascado”.
En
aquellos bailes populares, el Negro fue conociendo el pulso de
aquella música “de versos refocilantes”, como dijera su gran
amigo, el arquitecto Humberto Aguirre Tinoco, con quien planearía en
Tlacotalpan, ya por el año de 1978, la organización de un Concurso
de Música jarocha durante las fiestas de la Virgen de la Candelaria,
patrona de aquel pueblo singular donde el Negro, como Agustín Lara y
como todo el que lo visita siente que nació con la luna de plata,
trovador de veras; dejar aquel lugar es sentir la honda nostalgia
de irse lejos de Veracruz.
De
raíz jarocha, el Negro tuvo la doble fortuna de ser un tlacotalpeño
nacido en la ciudad de México, pues rindió culto y sin duda ha dado
fama a sus dos tierras: en la capital del país fundó el Chez Negro,
dirigió distintas agrupaciones y formó a cantidad de cantores y
músicos. Un buen día, cumpliendo el sueño del Músico-Poeta,
volvió hasta aquellas playas lejanas, hasta el llano sotaventino
para fundar el Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan, para promover
su difusión por Radio Educación, y para formar parte de la vida de
aquella fiesta como un músico destacado, ciertamente, que sabía
departir con viejos y jóvenes para hacer sonar su jarana y su voz en
la patria sonora que fuera para él el son jarocho; decía: “me
gusta mucho ‘El toro sacamandú’, porque tiene una fuerza, un
ímpetu cabrón; me gusta ‘El cascabel’, me gusta ‘El pájaro
cu’, ‘El pájaro carpintero’ me encanta…, y muchos más”.
Y
al escuchar el canto del Negro resuenan los contratiempos, las
síncopas, lo atravesado de aquellos sones que tanto le
gustaban y cuyas coplas cantaba con picardía; recordaba de los
fandangos de su infancia y juventud que “ya cuando se metía
alguien con calidad, que llamaba la atención de toda la gente, pues
obviamente tú parabas la oreja también, para oír, cuando se
formaba, por ejemplo un duelo de versadas. Empezaba a versar uno y
empezaba a picar al adversario. Entonces era cuando se ponía más
sabroso el fandango. Entonces la gente tenía que estar al pendiente
de lo que oía. Había gente muy callada ahí porque había que
guardar silencio para oír las ocurrencias de los que están
improvisando y que muchas veces no improvisaban: hay gentes que saben
tanto verso que lo hacen pasar por improvisación, pero también la
gente se da cuenta de eso y entonces los desenmascara: ‘Oye,
cabrón, este verso es sabido…’. Ya después, ya no se oían ese
tipo de duelos”. De aquellas coplas escuchadas en fandangos y
controversias, decía: “muchas me las aprendí, pues yo nunca fui
improvisador, yo era repetidor, recopilador de versadas, y recopilé
muchas versadas, y así como he aprendiendo unas se me iban olvidando
otras”. Entre las que grabó, recuerdo aquella de “El buscapiés”
en que se reconoce el carácter de jarocho desenfado que el Negro
forjó en su propia imagen: “Soy el peje tiburón / que vivo en la
mar salada, / el que me quiera pescar / ha de poner de carnada / una
pierna de mujer, / que si no, no agarra nada”.
Versos
como estos los cantaba nada menos que el Negro, pues, como él
mismo se lo confesó a Jesús Alejo: “Bueno, el Negro Ojeda
es un desmadre, es un desparpajado, un cuate que no le teme a nada,
que se sube al escenario y se muestra y se encuera, como es; pero el
otro personaje, que es el creador del Negro Ojeda, se llama
Salvador Ojeda, es tímido, es vulnerable, es terriblemente… ¿qué
dijéramos?, muy sentimental también”, y aquel hombre tímido se
imponía a fuerza de amor por su oficio y sentía la necesidad
profunda de volver al escenario, que era a un tiempo su enemigo
íntimo y su medio natural, así como un bálsamo, un remanso en la
vida, según se lo refiriera a Tania Molina en la entrevista citada.
Haciendo
lo que siempre le gustó de corazón, cantar, el Negro fue un amante
profundo de la música, como pocos los ha habido en México ―“cuando
amas a la música, amas a la música más que a las mujeres, más que
a todo”, le confesó a Jesús Alejo―; tuvo la generosidad de
hacernos cómplices de su largo idilio, sin esperar por ello
reconocimiento ni fortunas, y con esa honda verdad que llevaba dentro
y que regalaba con su voz, nos dio y nos dará momentos gratos al
escucharlo. En cada frase, en cada inflexión sutil de su timbre,
renace la maravilla de sus vivencias tlacotalpeñas de la infancia,
el embrujo que retoñaría luego en escenarios por muchos lugares del
mundo, donde el Negro recuperó su íntimo decir y enfrentó con
aparente desenfado y con profundo compromiso el reto de presentarse
en público, para vivir y hacernos vivir, para amar y hacernos amar,
para sufrir y gozar con él, en fin. Personalmente, le agradezco por
ese fandango que floreció de su voz y que sigue resonando.
El Negro Ojeda y el Trío Jarocho interpretando El Pájaro Carpintero.
Marzo de 2005, El Estudio de Armando Manzanero
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