Insistimos: nos interesa abrir este debate informada y críticamente.
México, desde que la lista se abrió por el Comité de la UNESCO en 2008 ha logrado la aceptación de ocho elementos, siete en la lista representativa y uno en la lista de Programas, proyectos y actividades para la salvaguardia del patrimonio. Ningún elemento ha sido inscrito en la lista de Salvaguarda urgente. Las listas las pueden encontrar y consultar en las ligas que subimos en el post anterior dedicado al tema (no el Intermedio de la semana pasada sino el texto de hace quince días).
Desde hace algunos años diferentes instituciones, estatales y federales, han intentado crear una carpeta de candidatura del son jarocho para la lista representativa. Ninguno de estos intentos tuvo éxito. Las razones las reflexionaremos en las semanas siguientes. En fechas recientes se ha vuelto a poner el tema sobre la mesa a través de la iniciativa de la Secretaría de Turismo, Cultura y Cinematografía del Estado de Veracruz.
Analizando el panorama, las posiciones de los actores involucrados, el manejo que se le ha dado a los elementos inscritos por parte de nuestro país en la lista y las consecuencias que este hecho -la inscripción del Son- puede acarrear, consideramos que es urgente una revisión sobre el tema.
Por lo pronto subimos un texto escrito hace unos años por Ishtar Cardona donde plantea el problema de considerar o no al Son Jarocho como un elemento patrimonial. Este texto fue publicado por la Revista Mexicana de Literaturas Populares en su número 1 del Año XI, correspondiente a enero - junio de 2011. Este texto no retoma directamente el problema de la acción institucional respecto al concepto de "patrimonio" manejado por la UNESCO. Más bien se trata de una reflexión sobre lo que se moviliza al pensar al Son Jarocho como herencia, memoria, acción viva y a futuro, bien intangible de lo regional, de lo nacional y de lo extra-nacional.
Lo subimos como antecedente del debate.
_____________________________________________________________________
Fandangos de cruce: La reapropiación del son jarocho como patrimonio cultural
Ishtar
Cardona
De
cansancio estoy muriendo / sin dejar a nadie herencia
Porque
esto se está volviendo / un baile de resistencia
El
Siquisirí. Son jarocho
Cotorrra y Camerino. Fotografía de Rodrigo Vázquez. |
Introducción
El
Son Jarocho, la música originaria del centro-sur del Estado de
Veracruz en México, también llamada música del Sotavento, ha sido
considerado durante largo tiempo como uno de los componentes
constitutivos de la herencia cultural nacional. No existe un ballet
folklórico profesional que no cuente entre sus estampas con un baile
jarocho. En las escuelas de educación elemental se montan bailables
para los festivales escolares: La Bamba, La Guacamaya o El Jarabe
Loco forman parte del repertorio potencial listo para ser
escenificado en alguna festividad nacional o evento dedicado a la
familia.
Dentro
del discurso de los encargados de las políticas culturales estatales
o federales, al referirse al patrimonio cultural es difícil que se
deje de lado al son jarocho en el repertorio de “lo mexicano”. La
fuerza de su representación solamente puede ser comparada con los
sones del Estado de Jalisco y su música de mariachi.
Al
parecer, estamos hablando de un elemento cultural que no se encuentra
en peligro de desaparecer y cuya administración no representa
dificultades particulares dado que cuenta con el aprecio y el apoyo
de parte de las instituciones culturales, muy por encima de otras
representaciones regionales que no gozan de visibilidad y sostén
gubernamental para manifestarse. Sin embargo, la historia reciente
del son de Veracruz se encuentra cruzada por fenómenos varios que
narran la dificultad y los riesgos de considerar una práctica en
tanto que patrimonio sin analizar el sentido que ésta guarda para
los agentes que la determinan, las interacciones que se juegan en el
contexto actual y las transformaciones a las que, por lo tanto, se ve
sujeta.
Actualmente,
cuando nos referimos a la defensa del Patrimonio Cultural, hablamos
del establecimiento de acuerdos entre los diferentes actores
involucrados en la creación, reproducción y transmisión de ciertos
elementos que poseen un peso simbólico como herencia del conjunto
social. El primer acuerdo debe ser la definición de lo que es o no
patrimonio: ¿Qué es considerado lo patrimonial y a qué reglas se
sujeta? Y para instaurar una defensa adecuada sobre el patrimonio
¿cómo deben considerarse las mutaciones que se operan a lo largo
del tiempo sobre lo patrimonial para seguir siendo considerado tal?
En el caso del Patrimonio Cultural Intangible, estas mutaciones
corresponden en ocasiones con el sentido mismo que le otorgan los
creadores a su práctica…
El
debate que se desarrolla actualmente en torno a estos temas involucra
definiciones conceptuales como Identidad, Región y Nación,
Tradición y Folklore, Mercado y Gobierno. Definiciones que
desarrollan su propia direccionalidad dependiendo del agente que se
las apropie para construir un discurso. Quisiera yo, en el presente
texto, examinar como estos componentes problematizan la adscripción
de una práctica intangible, el son jarocho, como Patrimonio Cultural
con el fin de salvaguardar su realización y desarrollo.
De
lo regional a lo nacional
Según
el investigador francés Gerard Lenclud, la antigüedad parece
conferir un prestigio particular a todo objeto capaz de probar su
pasado lejano1,
y el son jarocho suscribe esta afirmación.
Como
lo ha estudiado Antonio García de León, entre otros investigadores,
los elementos rítmicos, melódicos y poéticos que conforman el son
jarocho como género musical se van lentamente amalgamando durante
los dos primeros siglos de la Colonia, pero es a finales del s. XVIII
y principios del XIX que podemos rastrear la diferenciación de las
músicas y danzas regionales de la Nueva España. Las
particularidades geográficas y económicas del territorio, las
influencias circulantes en el Gran Caribe Afroandaluz (españolas,
indígenas y africanas), la permeabilidad propia al Puerto de
Veracruz, por el cual entraban las modas musicales y se internaban
para mezclarse en mayor o menor medida con los llamados sones de la
tierra, van a definir un tipo de instrumentario particular basado
esencialmente en la cuerda -rasgada o punteada-, un cancionero
ternario con variaciones sesquiálteras, una rítmica que puede
tender a la binarización de 2x4, pero que mayoritariamente se
ejecuta en 6x8 y 3x4, una lírica asociada al canto que sigue las
pautas del Siglo de Oro, y una fiesta propiciatoria de la experiencia
musical y bailable, el fandango, donde la danza en la tarima va
marcando dinámicas diferenciadas a lo largo de la fiesta2.
Llegado
el s. XX, las transformaciones en las formas ancestrales de vida
impactaron en la recomposición social de la zona: la extracción
petrolera en la zona sur del Estado de Veracruz, el debilitamiento
del comercio fluvial y la migración a centros urbanos perfilaron un
nuevo panorama donde los antiguos espacios comunitarios pierden
centralidad. Por otra parte, los estereotipos regionales, que
conforman el rompecabezas de lo nacional, van a ser vehiculado por
los medios de comunicación masiva que en aquellos años comienzan a
evolucionar de forma acelerada. La radio y el cine de forma
particular incorporan la figura del jarocho (el campesino de la costa
por excelencia) a su catálogo de representaciones.
La
XEW y otras estaciones de radio contratan músicos jarochos para
acompañar a las grandes figuras de la canción como Toña la Negra y
Agustín Lara (también veracruzanos). El cine por su parte produce
una serie de filmes que presentan la figura del jarocho como uno más
de los tipos nacionales, a la par de figuras como el charro y la
china poblana: A la orilla de un palmar
de Rafael J. Sevilla, Alma Jarocha
de Antonio Helú, Pescadores de perlas
de Guillermo Calles, Huapango
de Juan Bustillo Oro y Allá en el
Trópico de Fernando de Fuentes,
filmadas entre 1937 y 1940, son ejemplos de la utilización del
personaje jarocho y su música para contar historias “nuestras”3.
Además, la campaña presidencial de 1946 se acompaña con conjuntos
jarochos para reafirmar la pertenencia identitaria del candidato del
partido oficial, Miguel Alemán Valdés, como veracruzano y por lo
tanto como mexicano4.
La
construcción de un Nacionalismo Cultural, puesta en marcha por los
regímenes post-revolucionarios, se lleva a cabo mediante la
incorporación al repertorio simbólico mexicano de las expresiones
populares regionales; expresiones y prácticas que fueron
transformadas, sintetizadas y potenciadas –es decir,
folklorizadas5-
con el fin de resultar más asequibles para el conjunto nacional.
Expresiones populares asimiladas en tanto que tradiciones como el
mariachi, la fiesta de muertos y por supuesto el son jarocho
perdieron lentamente sus particularismos locales para devenir
prácticas pertenecientes a la herencia cultural de la Nación. Sin
embargo, no resulta excesivo afirmar que este movimiento de lo local
a lo nacional se tramó con gran eficacia, constituyéndose estas
prácticas en elementos altamente significativos del imaginario
nacional.
Los
músicos que como Andrés Huesca y Lino Chávez migran a la ciudad de
México, o a Tijuana y Los Ángeles a partir de la década de los
cuarenta, buscando esos espacios abiertos a la representación de lo
“nacional” (cabarets, centros sociales y estaciones de radio)
tendrán que ajustar sus códigos de actuación a esta lógica de
consumo, y con el paso del tiempo van a instituir prácticas
definidas sobre la ejecución musical. Prácticas que a lo largo de
los años se convertirán, hasta para los mismos habitantes de la
región de origen, en “la verdadera forma de tocar el son”6.
Como
explica el historiador Eric Hobsbawm al exponer el interés en la
reivindicación del pasado y la reconstrucción o invención de
tradiciones durante el siglo XX, este fenómeno puede situarse, entre
otras causales, en la creación -en ocasiones deliberada- de
prácticas y de símbolos de legitimidad y de cohesión social por
parte de las élites dirigentes transformando así a sus sujetos en
ciudadanos con un pasado (y un futuro) común. Pero como también lo
dice el mismo autor, estas tradiciones introducidas desde lo alto del
sistema social no funcionan con éxito si no son asimismo aceptadas
desde la base7.
Podemos
observar, el estudiar este repertorio simbólico que constituye “lo
nuestro”, que se ejerció una suerte de patrimonialización
sobre las culturas regionales en beneficio de lo nacional. Es decir,
se les consideró como parte indisociable de la herencia del conjunto
mexicano en general y como tal se les introdujo al juego de
escenificaciones a través de las cuales el país se representa. Sin
embargo, y jugando con el sentido jurídico del patrimonio, en esta
transformación de las tradiciones regionales no se define el
elemento pasivo de lo patrimonial respecto a las obligaciones y
deudas pendientes con la herencia que se recibe.
El
son jarocho, al ser desvinculado de su matriz originaria, se
transformó en un elemento folklórico destinado al consumo y que se
ostenta a través de imágenes estandarizadas en los programas de
televisión, los centros turísticos y los programas institucionales.
No obstante, esta transformación no elevó el estatus del son sino
que lo arrinconó en la clasificación de “popular”, y como tal
se le ha tratado.
Es
claro que el Estado Mexicano puso en marcha todo un mecanismo de
fomento que, a través de las instituciones gubernamentales
designadas, otorgaba recursos para la reproducción de las
expresiones culturales. Sin embargo, resulta evidente que se
estableció una diferenciación valorativa entre lo “popular”, lo
“tradicional”, y lo decantado del arte académico y occidental.
Esta diferenciación se manifestaba y manifiesta en los presupuestos
y en el espacio que se le confiere a cada uno en el esquema estatal:
la dicotomía artesanía/arte
provoca suspicacia y resquemor en los creadores, y confusiones e
incongruencia en los funcionarios encargados de velar por la
preservación de las expresiones artísticas.
La
división entre lo “culto” y lo “popular” no da cuenta de la
complejidad e interacciones que se operan al interior de prácticas
que se van transformando con el paso del tiempo, que renuevan su
carga simbólica y que incorporan nuevos elemento a sus códigos de
representación. Cuando el Estado Mexicano patrimonializa las
culturas regionales, no genera marcos de referencia sobre su
producción y desarrollo ni se muestra particularmente interesado en
entablar diálogo con las comunidades de origen. Por lo tanto, las
acciones que se realizan para proyectar estas culturas regionales son
coyunturales o de bajo impacto, y en todo caso se vuelven
susceptibles de ser aprovechadas, bajo su aspecto folklórico, por
los poderes políticos o por el mercado. El patrimonio, en este
momento, se vuelve una herencia instrumentada pero no asegurada. Una
herencia que pretende ser fijada en el tiempo, no considerada como un
sistema mutable. Una herencia que no termina de definirse dado que
quienes la crean no han muerto, y aún siguen transformando su
sentido.
Vuelta
a lo local
Hacia
principios de los años setenta, algunos músicos e investigadores
comienzan a cuestionar la lógica estética imperante en la
representación del son jarocho proponiéndose “rescatar” la
auténtica tradición musical, menguada en su zona de origen y poco
reproducida al interior de las comunidades, contrariamente a lo que
ocurría en los centros urbanos, donde bajo su aspecto folklórico se
enseñaba, se presentaba y se consumía.
Ya
desde los años sesenta, un grupo de investigadores, antropólogos y
etnomusicólogos en su mayoría, habían aprovechado el interés
generado por la estructura de apropiación de las manifestaciones
regionales fomentada desde el Estado en beneficio de la búsqueda de
materiales sonoros autóctonos. Este grupo realizó una serie de
investigaciones sobre las músicas en “vías de desaparición”,
haciendo una apología de este universo primigenio, puro, idealizado,
que había que “rescatar” mediante la recolección de testimonios
grabados8.
Pero es a partir de los años setenta que se observa el surgimiento
de una generación de jóvenes músicos, originarios de la zona, y en
ocasiones instalados en la Ciudad de México, que se preguntan si no
es a ellos a quienes corresponde rescatar la música jarocha,
buscando ellos mismos las bases sobre las que se asienta el sistema
simbólico de la práctica musical. Esto en parte gracias a la
efervescencia que se vivió en México en aquellos años respecto a
la trova, el canto nuevo y las músicas latinoamericanas. Así,
comienzan por buscar el testimonio de los viejos jaraneros rurales.
Considerados una fuente abundante de información que será
aprovechada a través de grabaciones de campo o mediante su
incorporación a nuevos ensambles musicales, como ocurrió con
Arcadio Hidalgo, quien se integra al grupo Mono Blanco, fundado en
1977 por Gilberto Gutiérrez, José Ángel Gutiérrez y Juan Pascoe.
Este
colectivo, capaz de reconocer a sus miembros mediante el prisma de
una práctica heredada, y de provocar la adhesión de otros
individuos a través de una estructura significante va a constituirse
en el llamado Movimiento Jaranero (por el uso de la jarana) o
Movimiento Sonero. Es en ese momento cuando se comienza a hablar de
una “tradición” y de una “identidad” como si se tratase de
entidades inseparables, a la vez que se genera un repertorio temático
que acompaña a este binomio: los fandangos como fiestas contenedoras
de la memoria común, las viejas familias de soneros, la herencia
campesina que se traduce en formas muy precisas de hacer la música.
Es decir, en ese momento la identidad se construye en tanto que vaso
contenedor de la tradición, una tradición entendida como un sistema
estético definido, de raíz histórica y no mutable que se confronta
a la apropiación nacionalista de su código, esto es, al folklore.
A
partir de los años noventa, el Movimiento Jaranero se expande, pero
este crecimiento va de la mano de un aumento en la complejidad del
sistema de acción: los actores del movimiento se dan cuenta de la
dinamización de la carga simbólica en el seno de la práctica
musical provocada por sí misma: hacer son jarocho no puede
significar la imitación de la música hecha en los fandangos de
antaño, pues de ella se ha perdido casi toda traza… Además, los
jarochos actuales han crecido escuchando otras sonoridades de las
cuales también abreva su modo de concebir ritmos y melodías. Por
otra parte, la presencia de músicos extranjeros a la región que se
integran a las experiencias nacidas de esta nueva etapa de la música
sotaventina, provoca que se replanteen los límites de lo “jarocho”.
Actualmente,
el movimiento trata de administrar su práctica y de forjar una
estética propia con base en la cultura regional. Sin embargo, esto
se torna complicado dado el contexto presente en el que los
reencuentros favorecen la experimentación, y el mercado deviene
realidad ineluctable para todos aquellos que pretenden hacer de la
música una forma de vida y una actividad de reproducción material.
La
dimensión identitaria
Para
ayudarnos en la construcción de un campo problemático de lo
identitario en el caso del son jarocho, hay que definir tres
elementos: los elementos formales y técnicos que prefiguran la
práctica del son como algo identificable y único en sí, la
cuestión de las herencias localizadas (familiares, territoriales)
sobre las que en un primer momento se buscan definir los límites de
la tradición (y esto nos regresa al problema de los músicos que no
poseen estas herencias); y finalmente la tensión existente entre
tradición-folklore-fusión, en tanto que etiquetas nominativas de la
acción en el marco de una práctica musical.
Los
elementos que configuran el repertorio formal que caracteriza al son
jarocho como género –instrumentario, danza, ritmos y poesía-
conforman un código que, al reivindicarse propio a un espacio
construido históricamente, permite construir un discurso de
afirmación identitaria al reproducirse técnicamente, aún si los
contextos de la práctica han cambiado, y aún si en la recreación
del código, aquello que en otros tiempos era vivido, practicado como
un mero saber, hoy día no deja de ejercerse sin un cierto
sentimiento de apropiación patrimonial, de herencia recibida
legítimamente.
En
el caso de las herencias localizadas, éstas se encuentran en la base
de la definición de una estructura de acción estética deseada,
pero el problema se haya en las condiciones de representación que
opera en toda memoria que se reconstituye. Cuando se habla de
reconstruir una tradición (o de inventarla a la manera de Hobsbawm),
hablamos de una interpretación de esta tradición, porque es
imposible copiar un sistema simbólico expresivo ad
infinitum. Se trata de un juego
especular (en términos de especulación y de representación). El
hecho de pertenecer a una familia de músicos jarochos o de haber
nacido en la región puede manifestarse como una ventaja para el
ejercicio musical, la legitimidad que da el saberse originario del
territorio, pero hace falta definir cuál es el margen de innovación
del que nos podemos aprovechar para dinamizar la práctica cultural.
Al mismo tiempo, la introducción de elementos reformadores puede
solamente producirse desde el exterior, mediante la “intromisión”
de otro que encuentre sentido en mi acción, pero que no puede
ejercerla de forma integral. O tal vez, como comenzaron a
cuestionarse hace algunos años ciertos soneros jarochos, las
herencias son tan complejas y diversas, que lo exterior puede
provenir de ellos mismos…
En
el son jarocho, como en tantas otras prácticas populares
reinterpretadas y resignificadas, existe una tensión entre la
tradición, la folklorización y la fusión. El son resulta
esencialmente producto de la hibridación entre varios universos
culturales, pero el sentido que se le confiere a la práctica y el
uso que se le da a los elementos que integran una memoria es lo que
determinará la dimensión instrumental de la acción. Refiriéndonos
a lo anterior, podemos observar cuál era el rol jugado por la música
veracruzana en el esquema nacionalista (un elemento integrante de un
sistema cultural “auténtico”) y en el pensamiento de los
intelectuales de los años sesenta (un patrimonio en vías de
extinción). En ambos casos, hablamos de la estructuración de una
imagen folklórica homogeneizante de las expresiones regionales.
Para
los integrantes del Movimiento Jaranero, el hecho de reestructurar la
práctica del son en oposición al código instrumentado desde lo
nacional, significó volver a darle a la música su “autenticidad”,
centrarla nuevamente al interior de la comunidad y por lo tanto
recuperarla como parte integral de la identidad regional. Pero la
comunidad ya tampoco es lo que era: los músicos soneros no tardan en
darse cuenta que su propia experiencia les impide reflejarse
cómodamente en esta imagen: los pueblos se fragmentan, las familias
migran y ellos mismos ya han sido tocados por otros símbolos ajenos
al núcleo comunitario, y por lo tanto han recibido otras herencias9.
No
es posible retornar al paraíso perdido. La reconstrucción
arqueológica no opera para el son, y los músicos deben hacer
funcionar los mecanismos de la memoria con los filtros que su propia
experiencia individual les ha ido dejando.
En
el panorama del son jarocho, podemos encontrar hoy en día a músicos
campesinos que realizan grabaciones profesionales pero que no salen
jamás o muy poco de su comunidad, a músicos que se encuentran a
medio camino entre la práctica comercial y los proyectos de
autogestión comunitaria, a músicos-investigadores que hacen el
viaje de ida y vuelta entre los fandangos y las universidades, a
grupos de rock, ska, son montuno, que practican eventualmente el son
jarocho y que toman prestados elementos para sus propios experimentos
sonoros, a músicos hijos de músicos soneros que disponen de
elementos de otras tradiciones o de otras estructuras musicales para
fusionarlas al son de Veracruz.
Todo
este proceso no se ha llevado a cabo de forma tersa: los debates al
interior del Movimiento se multiplican, y la forma de ejecución, la
transmisión del conocimiento musical, las formas vestimentarias, la
construcción de instrumentos y la profesionalización de los músicos
devienen puntos de confrontación en nombre de la tradición y en el
cruce entre lo que Manuel Castells llama en su libro El
poder de la identidad la
identidad-resistencia (el enquistamiento autorreferencial) y la
identidad-proyecto (la trascendencia de lo autorreferente). Estos
debates se manifiestan de forma notable en la constitución de
espacios de acción donde la memoria atribuida a la comunidad se
recrea, se reproduce y se resignifica.
Los
espacios de la tradición
El
primero de estos espacios ha sido el fandango, materia prima del
“rescate del son”. Los registros históricos que refieren a estas
fiestas populares son abundantes, desde documentos inquisitoriales
hasta estudios realizados recientemente, pasando por las relaciones
de viajeros que veían en esta expresión el “verdadero espíritu
del pueblo”. Toda esta literatura ha fijado firmemente las bases
míticas del fandango como un evento reproducido en el tiempo,
asentado en la memoria de la colectividad. Asimismo, al establecerse
como área por excelencia del encuentro comunitario, puesto que según
las crónicas no había suceso importante que no terminara en
fandango, deviene apuesta mayor en el proceso de reapropiación de la
tradición.
Si
lo que se pretende es reactivar la memoria de una práctica heredada,
y esa herencia es propia a la comunidad, en este espacio del fandango
se reactivarán los lazos intersociales que dan origen a este sistema
simbólico, se ejercerá el saber técnico y se transmitirán las
bases de su conocimiento. Sin embargo, en el fandango también se
escenifican los conflictos propios a la reconstrucción de la
tradición que hemos mencionado anteriormente. El sentido de
pertenencia a la comunidad, la fidelidad con la que se practica el
código musical y aún las atribuciones categóricas se escenifican
sobre y alrededor de la tarima.
Las
múltiples pertenencias identitarias de los soneros actuales se
manifiestan en estos eventos, y hoy en día es difícil acercarse a
este fenómeno sin tomar en cuenta que no solamente crea encuentro,
sino también desencuentro entre las variadas filiaciones que
ostentan los ejecutantes del son. Justamente esto es lo que vuelve al
fandango un espacio privilegiado para el análisis de la acción: los
fandangos no operan actualmente bajo las reglas de los pueblos
campesinos de tiempo atrás, los lugares donde se llevan a cabo no
pertenecen exclusivamente al ámbito de lo rural (aún si en muchos
pueblos de Veracruz han resurgido), y las lógicas que los rigen
varían según los organizadores. En este tenor, podemos encontrar
fandangos que no solamente pretenden reactivar el nosotros en
comunidad, sino que también pretenden marcar un territorio ganando a
la “modernidad”, afirmar un estilo de ejecución, poner en
práctica una enseñanza aprendida en taller y no a través de la
mera oralidad, recrear transitoriamente una forma de vida… Como
espacio performativo de lo identitario, el fandango se manifiesta
como contenedor de sentido, que se complejiza en la medida en que las
lecturas de qué es la tradición y qué hacer con ella se
multiplican.
La
contraparte de la práctica del son hoy en día se manifiesta a
través de la presentación que los grupos de son jarocho aspiran a
realizar de su música sobre los escenarios. Ciertos estudiosos han
querido ver, en esta nueva espectacularización del son, una
continuidad con los grupos folklóricos de los años cincuenta, una
operación meramente escénica que busca aprovechar el contexto de la
globalización y del mercado de lo “étnico” imponiendo nuevos
cánones sobre la ejecución de un código comunitario.
Es
cierto que algunos soneros jarochos no se han detenido en la mera
reproducción de fiestas regionales para el disfrute exclusivo de los
habitantes de la zona, y que han integrado el saber del código como
un elemento constitutivo de su actuar individual. Algunos han
devenido en músicos que también se proyectan en escenarios
impropios al rito comunal, que se observan a sí mismos no solamente
como reproductores, sino afirmativamente
como creadores (y en esto se
diferencian con los jaraneros de mediados del siglo XX), con un pié
anclado en una memoria específica, y otro en la necesidad de erigir
una base mínima de reproducción material. Por ello no son inmunes
al “reencantamiento que propicia la espectacularización de los
medios” como dice Nestor García Canclini10.
Sin embargo, son pocos los jaraneros que pueden vivir única y
exclusivamente de tocar. En general, fabrican instrumentos y dan
clases, pero todo esto entra dentro del paquete de hacer vivir el
son. Aquí las lógicas de acción también se entrecruzan: los
grupos surgidos del rescate del son saben que no viven más en las
épocas del mecenazgo estatal, al mismo tiempo que han emprendido un
camino que los aleja del consumo masivo de su producción musical.
Algunos
programas de apoyo a las culturas populares y de difusión de las
artes en México han beneficiado recientemente iniciativas dedicadas
al impulso del son jarocho a nivel regional y nacional11.
El Nacionalismo Cultural dejó como una de sus más interesantes
herencias la creación de toda una estructura de reproducción
simbólica, institucionalizada y contenida en entidades como el INBA,
el INAH, y más recientemente el CONACULTA. La creación del
Instituto Veracruzano de Cultura (IVEC) en 1987 permitió que se
fundaran talleres de jarana, zapateado y laudería en el circuito de
casa de cultura del Estado. Se han organizado festivales y encuentros
institucionales que favorecen la re-visibilización del son como
expresión propia a Veracruz y no como un elemento más de la planta
simbólica nacional. Sin embargo, esta ayuda no ha sido suficiente
para los jaraneros que pretenden vivir de su creación, por lo que
deben de combinar la ayuda obtenida a través de becas y
contrataciones por parte de las instituciones culturales, con otras
fuentes de financiamiento, la cuales se encuentran, frecuentemente,
más allá de las fronteras nacionales.
De
lo local a lo trasnacional
Es
importante mencionar aquí los procesos de arraigo del son en
contextos lejanos a su fuente territorial, como ha ocurrido en los
últimos años en la Ciudad de México –dando origen a los llamados
“jarochilangos”- y en Estados Unidos, particularmente en
California, donde existe una comunidad “jarochicana”.
Respecto
al auge que manifiesta el son jarocho en la capital del país, los
jaraneros encuentran que es el espíritu diverso de la urbe, junto
con el gusto por lo tradicional que se expande a través del mercado
de lo étnico, lo que ha provocado un acercamiento de los jóvenes al
son. Es por esto que se han creado talleres de son, laudería y
zapateado en centro culturales independientes, talleres que forman a
personas que sin tener una filiación particular con la cultura
veracruzana, se adhieren en diversos grados de aproximación a la
comunidad
como público, como seguidores o
como ejecutantes.
Sin
embargo, es en el caso de la comunidad chicana donde el son se
manifiesta como un elemento patrimonial en reconstrucción.
A
principios de los años ochenta el grupo Mono Blanco realizó una
serie de giras a varias ciudades de los Estados Unidos con presencia
de migrantes de segunda y tercera generación, mexican-americans
que habían crecido, en muchos casos, escuchando música mexicana y
que la ejecutaban a partir de la formula folklórica de los grupos
surgidos en los años cuarenta y cincuenta, y de la apropiación que
sobre la música mexicana habían hecho músicos chicanos como
Ritchie Valens o Los Lobos.
El
intercambio entre los soneros jarochos y los músicos chicanos inicia
de forma problemática dado que los chicanos no reconocían la
tradición que ellos habían asimilado, es decir el código
folklórico, en la sonoridad de los grupos de rescate del son. Al
mismo tiempo, los jarochos no confieren legitimidad ni autenticidad a
la música que los chicanos consideran tradicional. El patrimonio que
cada una de las partes reconoce como tal no se encuentra en sintonía.
A pesar de esto, es la idea de comunidad lo que permite que ambos
frentes establezcan diálogo e intercambien referentes sobre la
memoria común. Los chicanos se interesan en la reconstrucción de lo
propio por oposición a un sistema que expropió el espíritu de un
pueblo, y los jarochos aprenden de la capacidad organizativa de los
chicanos.
La
asimilación de una tradición como patrimonio se presenta aquí en
un nivel estratégico, en el que los actores buscan una herencia
convergente para construir un discurso que les permita explicarse y
subsistir en tanto que una misma entidad histórica. Por supuesto,
los chicanos no se remiten a la misma estructura identitaria que los
nacidos en Veracruz, ni se consideran a sí mismos meramente
mexicanos trasterrados. Al mismo tiempo, los jaraneros reconocen que
han sido cruzados por múltiples herencias y que su identidad jarocha
es fragmentada y reconstruida. Sin embargo, en torno a la música
pueden establecer una comunidad de intensión, que en el mejor de los
casos defienda las herencias regionales, dé cuenta de sus
desplazamientos territoriales, discuta su importancia para el
desarrollo grupal, y vigile y negocie su eventual e ineluctable
transformación.
Hoy
en día existen diversos proyectos que involucran a músicos
jaraneros de ambos lados de la frontera, se organizan festivales, se
inician talleres, se ofrecen conferencias, se preparan fandangos. Por
otra parte, la capacidad económica con la que cuentan los centros
culturales o los productores artísticos en California, Chicago o
Nueva York ha permitido que algunos músicos jarochos puedan
dedicarse a la música de forma exclusiva sin depender de becas, o
esporádicos contratos en el país.
La
comunicación es fundamental en la organización de estos proyectos
que involucran al son jarocho. Como es lugar común afirmar en
nuestro globalizado contexto, internet ha precipitado el intercambio
de experiencias y de datos. Los conciertos y fandangos se pactan y se
anuncian en la red. Existen comunidades virtuales en las que se
discuten los símbolos de lo jarocho, canales de videos en los que se
pueden tomar clases de laudería y jarana, portales donde los grupos
se presentan, suben fotos y videos, y congregan seguidores12.
Esto ha generado un puenteo en el que los signos de la tradición se
deslocalizan para multiplicarse sobre diferentes escenarios: salir de
la comunidad para presentarse en un festival en Mali, Barcelona,
Penang o San Diego sin pasar por la Ciudad de México es una práctica
que se vuelve recurrente entre los grupos que quieren proyectarse más
allá de los fandangos.
Conclusiones:
¿El Son como Patrimonio?
Si
la circulación del son jarocho ya no se constriñe a un espacio
regional determinado, si los actores que lo ejecutan asumen que sus
pertenencias identarias son diversas y sus filiaciones no derivan
únicamente del mundo tradicional jarocho, si el código formal del
son jarocho se ha transformado, y a él se integran nuevos
instrumentos y se le mezcla con otros códigos, si todo esto es así,
¿podemos llamarle Patrimonio al Son Jarocho?
La
complejidad misma del término patrimonio
y su aplicación a los constructos simbólicos determina su
extensión: “Hoy es la diversidad de
expresiones lo que constituye la definición de patrimonio más que
la adhesión a una norma descriptiva”, dice Mounir Bouchenaki a la
vez que afirma que el destino del patrimonio inmaterial está mucho
más ligado a sus creadores13.
En
el recorrido que se ha hecho a lo largo de este texto, hemos dado
cuenta de cómo una práctica con raíces históricas, contenida en
un espacio cultural delimitado, se expande más allá de sus
referentes en sentidos disímbolos. Y es en esta expansión, en la
tensión que provoca al interior de la estructura comunitaria, que el
sentido de su acción se afirma. Mutando, adaptándose, el son
jarocho ha logrado una vitalidad que surge del núcleo mismo de la
comunidad. Compleja, la tradición adopta formas que por lo menos
hasta el momento no han diluido los elementos básicos del género.
La creatividad de los actores del son y los cuestionamientos que se
han formulado han sido la tabla de salvación de una música que,
desenraizada, perdía poco a poco su sentido social. Al recuperar su
sentido comunitario, así sea a través de las dislocaciones
espaciales por las que atraviesan las comunidades hoy en día, el son
jarocho se proyecta como una práctica que sigue provocando y
convocando a sus creadores y sus receptores.
En
la reflexión acerca de la preservación del patrimonio y en el
establecimiento de marcos que lo regulen, deben intervenir
directamente los depositarios de la memoria cultural, aquellos que
afirman una tradición aún si en la acción la problematizan y la
transfiguran. De no ser esto así, corremos el riesgo de
patrimonializar signos que se irán vaciando de contenido, y
solamente nos quedarán lápidas frías que digan: “en este lugar
alguna vez se vivió”.
Notas
1Ȁ
Lenclud,
Gerard. “Qu’est ce que la tradition” en M. Detienne
(Coordinador) Transcrire
les mythologies,
p. 33
2Ȁ
Garcia de León, Antonio. Fandango,
pp. 38-40, 46, 53.
3Ȁ
El
antropólogo Ricardo Pérez Montfort ha escrito una serie de ensayos
sobre los estereotipos nacionales, entre ellos el jarocho:
Expresiones
nacionales y estereotipos culturales en México. Siglos XIX y XX.
4Ȁ
El Partido de la Revolución Mexicana se transforma en ese año en
el Partido Revolucionario Institucional, el cual mantendrá la
presidencia de la República hasta el año 2000.
5Ȁ
Folklore
en el sentido de recopilación de la memoria popular ancestral que
le otorgan varios autores; recopilación que sirve a fin de cuentas
a la construcción de una idea de nación. Ver
el texto de Anne-Marie Thiesse, La
création des identités nationales. Europe
XVIII-XX siècle.
6Ȁ
Sirva
aquí el testimonio que Juan Pascoe consigna en su libro La
Mona,
en el que narra como algunos soneros de la tradición rural (v.gr.
Andrés Vega, actual requintero del grupo Mono Blanco y figura
emblemática del Son Jarocho) no escapan del todo a estos códigos
folklóricos de virtuosismo instrumental.
7Ȁ
Esto
ya había sido señalado por Eric Hobsbawm en la obra colectiva The
invention of tradition,
y lo remarca en el prefacio del libro Fabrication
de tradition, invention de modernités
dirigida por D. Dimitrijevic.
8Ȁ
P. ej. la serie “Testimonio Musical de México” editada por el
INAH. El disco Sones
de Veracruz
se grabó en 1969.
9Ȁ
Cardona, Ishtar. “Los
actores culturales entre la tentación comunitaria y el mercado
global: El resurgimiento del Son Jarocho” en Arizpe
(Coordinadora), Retos
culturales de México frente a la globalización,
p. 403.
10Ȁ
Nestor
García Canclini, Culturas
híbridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad,
p. 18
11Ȁ
Podemos mencionar el Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y
Comunitarias (PACMYC) y el foro Puerta de las Américas.
12Ȁ
En
Yahoo! se hospeda el grupo “sonjarocho”
(http://mx.groups.yahoo.com/group/sonjarocho/)
que cuenta con 1741 miembros. MSN
mantuvo en línea hasta febrero de 2009 el
grupo “jarochoson” con 352 miembros
(http://groups.msn.com/jarochoson)
para ser desplazado posterior a esa fecha al nuevo servicio
Multiply. En Youtube existe el canal “jarochelofilms”
(http://mx.youtube.com/user/jarochelofilms)
en donde César Castro, antiguo integrante de Mono Blanco y ahora
residente en Los Angeles ofrece manuales visuales de laudería,
cortos de fandangos y videos de otros grupos relacionados con la
comunidad jarocha. No daremos cuenta aquí de todas las páginas de
redes sociales como Myspace y Facebook dedicadas a los grupos de son
jarocho; baste con saber que cada grupo profesional cuenta con un
escaparate de este tipo.
13Ȁ
Extraido
de la Editorial del número doble 221/222 de Museo Internacional
“Patrimonio Intangible”, UNESCO, pp. 7-10
Bilbiografía
Bouchenaki,
Mounir, Editorial de “Patrimonio Intangible”, Museo
Internacional, UNESCO, núm. 221/222, mayo de 2004.
Cardona,
Ishtar, “Los actores culturales entre la tentación
comunitaria y el mercado global: El resurgimiento del Son Jarocho”
en Arizpe (Coordinadora), Retos culturales de México frente a la
globalización, México, LIX Legislatura – Miguel Ángel
Porrúa, 2006 (Conocer para decidir).
Castells,
Manuel, Le pouvoir de l’identité,
París, Fayard, 1999 (L’ère de l’information).
Delgado
Calderón, Alfredo, Historia, cultura e
identidad en el Sotavento, México,
CONACULTA-DGPI, 2004 (Culturas Populares de México).
Dimitrijevic
D. (Éd.), Fabrication de traditions,
invention de modernités, París,
Éditions de la Maison des Sciences de l’Homme, 2004.
Figueroa
Hernández, Rafael, Son jarocho. Guía
Histórico-Musical, Xalapa,
PACMYC-CONACULTA, 2000.
García
Canclini, Néstor, Culturas híbridas:
estrategias para entrar y salir de la modernidad.
México, Grijalbo, 1990.
García
de León, Antonio Griego. El mar de los
deseos. El caribe hispano musical. Historia y contrapunto, México,
Siglo XXI Editores, 2002.
----------
Fandango. El ritual del mundo jarocho a
través de los siglos, México,
CONACULTA – Instituto Veracruzano de Cultura, 2006.
García
Díaz, Bernardo, Horacio Guadarrama Olivera,
15 años por la cultura en Veracruz IVEC (1987-2002),
Xalapa, Gobierno del Estado de Veracruz-Llave / Instituto Veracruzano
de Cultura, 2004.
Hobsbawn,
Eric, Terence Ranger (ed.), The
invention of tradition, Cambridge,
Cambridge University Press, 1967.
Lenclud,
Gerard, “Qu’est ce que la tradition” en M. Detienne (ed.),
Transcrire les mythologies,
París, Bibliothèque Albin Michel, 1994 (Idées).
Pascoe,
Juan, La Mona,
2ª. Edición, Xalapa, Universidad Veracruzana, 2003 (Ficción).
Pérez
Montfort, Ricardo, Expresiones
nacionales y estereotipos culturales en México. Siglos XIX y XX.
Diez ensayos. México,
CIESAS, 2007 (Publicaciones de la Casa
Chata).
Thièsse,
Anne-Marie, La création des identités
nacionales. Europe XVIIIe – XXe siècle,
París, Éditions du Seuil, 1999 (L’Univers Historique).
No hay comentarios:
Publicar un comentario