4 de mayo de 2009

El Son Jarocho como Patrimonio*

(Segunda de tres partes)
Ishtar Cardona

Hacia principios de los años setenta, algunos músicos e investigadores comienzan a cuestionar la lógica estética imperante en la representación del son jarocho (y de otras músicas mestizas) proponiéndose “rescatar” la auténtica tradición musical, menguada en su zona de origen y poco reproducida al interior de las comunidades, contrariamente a lo que ocurría en los centros urbanos, donde bajo su aspecto folklórico se enseñaba, se presentaba y se consumía.

Ya desde los años sesenta, un grupo de investigadores, antropólogos y etnomusicólogos en su mayoría, habían aprovechado el interés generado por la estructura de apropiación de las manifestaciones regionales fomentada desde el Estado en beneficio de la búsqueda de materiales sonoros autóctonos. Este grupo realizó una serie de investigaciones sobre las músicas en “vías de desaparición”, haciendo una apología de este universo primigenio, puro, idealizado, que había que “rescatar” mediante la recolección de testimonios grabados . Pero es a partir de los años setenta que se observa el surgimiento de una generación de jóvenes músicos, originarios de la zona, y en ocasiones instalados en la Ciudad de México, que se preguntan si no es a ellos a quienes corresponde rescatar la música jarocha, buscando ellos mismos las bases sobre las que se asienta el sistema simbólico de la práctica musical. Esto en parte gracias a la efervescencia que se vivió en México en aquellos años respecto a la trova, el canto nuevo y las músicas latinoamericanas. Así, comienzan por buscar el testimonio de los viejos jaraneros rurales. Considerados una fuente abundante de información que será aprovechada a través de grabaciones de campo o mediante su incorporación a nuevos ensambles musicales, como ocurrió con Arcadio Hidalgo, quien se integra al grupo Mono Blanco, fundado en 1977 por Gilberto Gutiérrez, José Ángel Gutiérrez y Juan Pascoe.

Esta generación, capaz de reconocer a sus miembros mediante el prisma de una práctica heredada, y de provocar la adhesión de otros individuos a través de una estructura significante va a constituirse en lo que ha sido llamado Movimiento Jaranero (por el uso de la jarana) o Movimiento Sonero. Es en ese momento cuando se comienza a hablar de una “tradición” y de una “identidad” como si se tratase de entidades inseparables, a la vez que se genera un repertorio temático que acompaña a este binomio: los fandangos como fiestas contenedoras de la memoria común, las viejas familias de soneros, la herencia campesina que se traduce en formas muy precisas de hacer la música. Es decir, en ese momento la identidad se construye en tanto que vaso contenedor de la tradición, una tradición entendida como un sistema estético definido, de raíz histórica y no mutable que se confronta a la apropiación nacionalista de su código, esto es, al folklore.

A partir de los años noventa, el Movimiento Jaranero se expande, pero este crecimiento va de la mano de un aumento en la complejidad del sistema de acción: los actores del movimiento se dan cuenta de la dinamización de la carga simbólica en el seno de la práctica musical provocada por sí misma: hacer son jarocho no puede significar la imitación de la música hecha en los fandangos de antaño, pues de ella se ha perdido casi toda traza… Además, los jarochos actuales han crecido escuchando otras sonoridades de las cuales también abreva su modo de concebir ritmos y melodías. Por otra parte, la presencia de músicos extranjeros a la región que se integran a las experiencias nacidas de esta nueva etapa de la música sotaventina, provoca que se replanteen los límites de lo “jarocho”.

Actualmente, el movimiento trata de administrar su práctica y de forjar una estética propia con base en la cultura regional. Sin embargo, esto se torna complicado dado el contexto presente en el que los reencuentros favorecen la experimentación, y el mercado deviene realidad ineluctable para todos aquellos que pretenden hacer de la música una forma de vida y una actividad de reproducción material.

Los elementos que configuran el repertorio formal que caracteriza al son jarocho como género –instrumentario, danza, ritmos y poesía- conforman un código que, al reivindicarse propio a un espacio construido históricamente, permite construir un discurso de afirmación identitaria al reproducirse técnicamente, aún si los contextos de la práctica han cambiado, y aún si en la recreación del código, aquello que en otros tiempos era vivido, practicado como un mero saber, hoy día no deja de ejercerse sin un cierto sentimiento de apropiación patrimonial, de herencia recibida legítimamente.

En el caso de las herencias localizadas, éstas se encuentran en la base de la definición de una estructura de acción estética deseada, pero el problema se haya en las condiciones de representación que opera en toda memoria que se reconstituye.

Cuando se habla de reconstruir una tradición (o de inventarla a la manera de Hobsbawm), hablamos de una interpretación de esta tradición, porque es imposible copiar un sistema simbólico expresivo ad infinitum. Se trata de un juego especular (en términos de especulación y de representación). El hecho de pertenecer a una familia de músicos jarochos o de haber nacido en la región puede manifestarse como una ventaja para el ejercicio musical, la legitimidad que da el saberse originario del territorio, pero hace falta definir cuál es el margen de innovación del que nos podemos aprovechar para dinamizar la práctica cultural. Al mismo tiempo, la introducción de elementos reformadores puede solamente producirse desde el exterior, mediante la “intromisión” de otro que encuentre sentido en mi acción, pero que no puede ejercerla de forma integral. O tal vez, como comenzaron a cuestionarse hace algunos años ciertos soneros jarochos, las herencias son tan complejas y diversas, que lo exterior puede provenir de ellos mismos…

En el son jarocho, como en tantas otras prácticas populares reinterpretadas y resignificadas, existe una tensión entre la tradición, la folklorización y la fusión. El son resulta esencialmente producto de la hibridación entre varios universos culturales, pero el sentido que se le confiere a la práctica y el uso que se le da a los elementos que integran una memoria es lo que determinará la dimensión instrumental de la acción. Refiriéndonos a lo anterior, podemos observar cuál era el rol jugado por la música veracruzana en el esquema nacionalista (un elemento integrante de un sistema cultural “auténtico”) y en el pensamiento de los intelectuales de los años sesenta (un patrimonio en vías de extinción). En ambos casos, hablamos de la estructuración de una imagen folklórica homogeneizante de las expresiones regionales.

Para los integrantes del Movimiento Jaranero, el hecho de reestructurar la práctica del son en oposición al código instrumentado desde lo nacional, significó volver a darle a la música su “autenticidad”, centrarla nuevamente al interior de la comunidad y por lo tanto recuperarla como parte integral de la identidad regional. Pero la comunidad ya tampoco es lo que era: los músicos soneros no tardan en darse cuenta que su propia experiencia les impide reflejarse cómodamente en esta imagen: los pueblos se fragmentan, las familias migran y ellos mismos ya han sido tocados por otros símbolos ajenos al núcleo comunitario, y por lo tanto han recibido otras herencias .

No es posible retornar al paraíso perdido. La reconstrucción arqueológica no opera para el son, y los músicos deben hacer funcionar los mecanismos de la memoria con los filtros que su propia experiencia individual les ha ido dejando.

En el panorama del son jarocho, podemos encontrar hoy en día a músicos campesinos que realizan grabaciones profesionales pero que salen muy poco o nunca de su comunidad, a músicos que se encuentran a medio camino entre la práctica comercial y los proyectos de autogestión comunitaria, a músicos-investigadores que hacen el viaje de ida y vuelta entre los fandangos y las universidades, a grupos de rock, ska, son montuno, que practican eventualmente el son jarocho y que toman prestados elementos para sus propios experimentos sonoros, a músicos hijos de músicos soneros que disponen de elementos de otras tradiciones o de otras estructuras musicales para fusionarlas al son de Veracruz.

Todo este proceso no se ha llevado a cabo de forma tersa: los debates al interior del Movimiento se multiplican, y la forma de ejecución, la transmisión del conocimiento musical, las formas vestimentarias, la construcción de instrumentos y la profesionalización de los músicos devienen puntos de confrontación en nombre de la tradición y en el cruce entre lo que Manuel Castells llama en su libro El poder de la identidad la identidad-resistencia (el enquistamiento autorreferencial) y la identidad-proyecto (la trascendencia de lo autorreferente). Estos debates se manifiestan de forma notable en la constitución de espacios de acción donde la memoria atribuida a la comunidad se recrea, se reproduce y se resignifica.

El primero de estos espacios ha sido el fandango, materia prima del “rescate del son”. Los registros históricos que refieren a estas fiestas populares son abundantes, desde documentos inquisitoriales hasta estudios realizados recientemente, pasando por las relaciones de viajeros que veían en esta expresión el “verdadero espíritu del pueblo”. Toda esta literatura ha fijado firmemente las bases míticas del fandango como un evento reproducido en el tiempo, asentado en la memoria de la colectividad. Asimismo, al establecerse como área por excelencia del encuentro comunitario -según las crónicas no había suceso importante que no terminara en fandango- deviene apuesta mayor en el proceso de reapropiación de la tradición.

Si lo que se pretende es reactivar la memoria de una práctica heredada, y esa herencia es propia a la comunidad, en este espacio del fandango se reactivarán los lazos intersociales que dan origen a este sistema simbólico, se ejercerá el saber técnico y se transmitirán las bases de su conocimiento. Sin embargo, en el fandango también se escenifican los conflictos propios a la reconstrucción de la tradición que hemos mencionado anteriormente. El sentido de pertenencia a la comunidad, la fidelidad con la que se practica el código musical y aún las atribuciones categóricas se escenifican sobre y alrededor de la tarima.

Las múltiples pertenencias identitarias de los soneros actuales se manifiestan en estos eventos, y hoy en día es difícil acercarse a este fenómeno sin tomar en cuenta que no solamente crea encuentro, sino también desencuentro entre las variadas filiaciones que ostentan los ejecutantes del son. Justamente esto es lo que vuelve al fandango un espacio privilegiado para el análisis de la acción: los fandangos no operan actualmente bajo las reglas de los pueblos campesinos de tiempo atrás, los lugares donde se llevan a cabo no pertenecen exclusivamente al ámbito de lo rural (aún si en muchos pueblos de Veracruz han resurgido), y las lógicas que los rigen varían según los organizadores. En este tenor, podemos encontrar fandangos que no solamente pretenden reactivar el nosotros en comunidad, sino que también pretenden marcar un territorio ganando a la “modernidad”, afirmar un estilo de ejecución, poner en práctica una enseñanza aprendida en taller y no a través de la mera oralidad, recrear transitoriamente una forma de vida… Como espacio performativo de lo identitario, el fandango se manifiesta como contenedor de sentido, que se complejiza en la medida en que las lecturas de qué es la tradición y qué hacer con ella se multiplican.

La contraparte de la práctica del son hoy en día se manifiesta a través de la presentación que los grupos de son jarocho aspiran a realizar de su música sobre los escenarios. Ciertos estudiosos han querido ver, en esta nueva espectacularización del son, una continuidad con los grupos folklóricos de los años cincuenta, una operación meramente escénica que busca aprovechar el contexto de la globalización y del mercado de lo “étnico” imponiendo nuevos cánones sobre la ejecución de un código comunitario.

Es cierto que algunos soneros jarochos no se han detenido en la mera reproducción de fiestas regionales y que han integrado el saber del código como un elemento constitutivo de su actuar individual. Algunos han devenido en músicos que también se proyectan en escenarios impropios al rito comunal, que se observan a sí mismos no solamente como reproductores, sino afirmativamente como creadores (y en esto se diferencian de los jaraneros de mediados del siglo XX), con un pié anclado en una memoria específica, y otro en la necesidad de erigir una base mínima de reproducción material. Por ello no son inmunes al “reencantamiento que propicia la espectacularización de los medios” como dice Nestor García Canclini . Sin embargo, son pocos los jaraneros que pueden vivir única y exclusivamente de tocar. En general, fabrican instrumentos y dan clases, pero todo esto entra dentro del paquete de hacer vivir el son. Aquí las lógicas de acción también se entrecruzan: los grupos surgidos del rescate del son saben que no viven más en las épocas del mecenazgo estatal, al mismo tiempo que han emprendido un camino que los aleja del consumo masivo de su producción musical.

Algunos programas de apoyo a las culturas populares y de difusión de las artes en México han beneficiado recientemente iniciativas dedicadas al impulso del son jarocho a nivel regional y nacional . El Nacionalismo Cultural dejó como una de sus más interesantes herencias la creación de toda una estructura de reproducción simbólica, institucionalizada y contenida en entidades como el INBA, el INAH, y más recientemente el CONACULTA. La creación del Instituto Veracruzano de Cultura (IVEC) en 1987 permitió que se fundaran talleres de jarana, zapateado y laudería en el circuito de casa de cultura del Estado. Se han organizado festivales y encuentros institucionales que favorecen la re-visibilización del son como expresión propia a Veracruz y no como un elemento más de la planta simbólica nacional. Sin embargo, esta ayuda no ha sido suficiente para los jaraneros que pretenden vivir de su creación, por lo que deben de combinar la ayuda obtenida a través de becas y contrataciones por parte de las instituciones culturales, con otras fuentes de financiamiento, la cuales se encuentran, frecuentemente, más allá de las fronteras nacionales.

* El presente texto es un resumen del artículo que se publicará en las memorias del Seminario Internacional "Compartir el Patrimonio Cultural Inmaterial: Narrativas y Representaciones" que se llevó a cabo en la Ciudad de Oaxaca del 22 al 24 de enero de 2009 y que fue organizado por el Consejo Internacional de Ciencias Sociales (ISSC) y el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM) de la UNAM para la UNESCO, en colaboración con la Secretaría de Cultura del Estado de Oaxaca, La Dirección General de Culturas Populares (CONACULTA), el Instituto Nacional de Antropología e Historia y la Organización No Gubernamental "Interactividad Cultural y Desarrollo, A.C.".

2 comentarios:

Unknown dijo...

¡Oh! ¡Gran Blog! Esta entrada me gustó mucho... Bueno, soy estudiante de periodismo y acabo de terminar un reportaje sobre el danzón. Por eso me encantó que explicaran estas características del Son jarocho...

oublieroblivion dijo...

creo que alguna vez ya lo había hecho, pero si mi memoria me traiciona, lo hago como la primera vez: felicidades y gracias por este blog.
Ojalá algún pueda trabajar en conjunto con personas como ustedes, es lo que me interesa y lo que quisiera hacer en la vida. Investigar, difundir, el folclor y patrimonio del país.

Saludos cordiales