31 de diciembre de 2007

El peso excesivo de la difusión artística en las políticas culturales

(Y para despedir el año...)

La difusión de las manifestaciones artísticas entre la sociedad constituye, sin duda, una de las prácticas de política cultural más relevantes. La organización de espectáculos culturales cumple, entre otros, los objetivos de propiciar el gozo y la recreación de los espectadores, fortalecer el campo profesional de las artes, retroalimentar la producción estética, transmitir de manera simbólica formas diversas de comprender al mundo, además de ampliar los márgenes de tolerancia de las comunidades ante lo diverso. Por todo ello, la organización de espectáculos culturales es una de las funciones más importantes entre las que están llamadas a cumplir las entidades encargadas de realizar tareas de impulso a la cultura.

No obstante su importancia, el peso que dichas entidades suelen otorgar a la difusión artística en el marco general de sus actividades se antoja, con frecuencia, excesivo. La aglomeración de festivales, muestras, jornadas y programas regulares de difusión artística suele propiciar un congestionamiento en la agenda de los habitantes de las ciudades medias quienes, frecuentemente, no alcanzan siquiera a enterarse de que tales actividades fueron programadas.

Lamentablemente, esta sobrecarga suele ocurrir en detrimento de otras actividades que también resultan fundamentales para la vida cultural de las comunidades. De esta manera, la educación artística, el impulso a la creación, la protección del patrimonio cultural y el fomento a la lectura, entre otras tareas prioritarias, pasan a ocupar un segundo o tercer plano cuando todos los recursos humanos, materiales y financieros disponibles en una institución se destinan a la realización de festivales, cuyo impacto real entre las comunidades resulta frecuentemente relativo, dadas la precipitación y el desorden con que suelen organizarse.

Hipotéticamente, los festivales y todas las actividades de su tipo, deberían de propiciar el contacto entre los creadores artísticos y las comunidades de las ciudades en los que se llevan a cabo; favorecer, asimismo, la formación de públicos para las artes e impulsar el desarrollo de la infraestructura cultural. Nada de esto ocurre en nuestras ciudades: los artistas visitantes casi nunca entran en contacto con la gente, ni siquiera con sus colegas locales; los años pasan y número de asistentes a las actividades artísticas permanece estancado o tiende a disminuir y los espacios culturales siguen siendo los mismos de siempre. Cabría entonces preguntarse las razones de la proliferación de tales actividades.

Probablemente la explicación central de la acumulación de festivales y demás actividades de difusión esté relacionada con el impacto publicitario que reditúan. No sería otra la explicación de que, con frecuencia, los festivales se difundan a través de los medios masivos de difusión, como la televisión y la radio, lo que implica una gran convocatoria, a pesar de que se llevan a cabo en poblaciones que carecen de la infraestructura básica de servicios que les permitirían atender adecuadamente a un número significativo de asistentes.

Tal vez ocurra que quienes en dichas circunstancias convocan a tanto público no esperan con seriedad que éste acuda a su llamado: no se trata a fin de cuentas de que la gente asista, sino de que perciba que los festivales se están organizando. Si así fuera, la difusión de las artes no sería lo que importa, sino la noble opinión que el público general tuviera de las entidades que las organizan… y de los gobiernos que las sustentan.

17 de diciembre de 2007

¿Cultura para qué? ¿Desde dónde? ¿Para quiénes? 2a. Parte

Con frecuencia olvidamos que la cultura es el resultado de la convivencia humana y que, en consecuencia, es de todos y, por ello, de nadie en particular. Pero si bien es cierto que todas las personas participan (aunque no siempre de forma consciente) en el proceso de creación y recreación de la cultura propia, también lo es que sólo unas cuantas tienen el privilegio de acceder al goce de los bienes y servicios culturales.

Muchos son los factores que propician dicha inequidad. Dos son los principales: la carencia de una infraestructura cultural suficiente y la convicción de ciertos grupos de poder de que sólo ellos tienen la capacidad (y el derecho) de disfrutar de dichos bienes y servicios.

Es en ese contexto que la acción gubernamental en materia de impulso a la cultura adquiere sentido. Las instituciones públicas del ramo deben cumplir la indispensable función de garantizar a la población el ejercicio del derecho a la cultura, como corresponde en las sociedades democráticas. Por ello, las políticas culturales deben estar orientadas principalmente a multiplicar la infraestructura cultural, conservar el patrimonio cultural y propiciar la expresión de la diversidad creativa.
Lo anterior supone que, al delimitar dichas prácticas, los gobiernos deben diseñar e impulsar políticas compensatorias, que tiendan principalmente a la solución de las desigualdades existentes entre los diversos sectores sociales en materia de acceso a la cultura. Por ello, deben privilegiarse programas y proyectos orientados a la creación y operación de espacios que permitan la expresión de las diversas manifestaciones culturales comunitarias, de género, edad, región, origen étnico, etcétera.

Deben fortalecerse las entidades ya existentes que han probado ser eficaces y eficientes como las casas de la cultura (actualmente tan relegadas), los museos comunitarios, los grupos productivos de arte popular, los espacios urbanos para jóvenes y las salas de lectura, entre otras. Se debe brindar apoyo, además, a la expresión artística emergente (como el video arte) y a las empresas editoriales alternativas.

Para conseguir tales objetivos, resulta necesario acabar con el centralismo existente, que concentra los bienes y servicios en unas cuantas ciudades, en perjuicio de la mayoría. Así, la cantidad de municipios que carecen de servicios culturales básicos como museos, teatros o casas de la cultura, resulta abrumadora. Lo más grave no es la ausencia de tales servicios, sino la total falta de planes y programas orientados a abatirla. No existen (salvo en el caso de las bibliotecas públicas) metas específicas en ningún programa de los tres órdenes de gobierno, cuya finalidad sea subsanar, de manera sistemática, y a mediano y largo plazos, las carencias existentes.

La explicación radica, probablemente, en la acendrada convicción gubernamental de que al Estado le corresponde crear la cultura y no, simplemente, alentar su expresión. Ello quizá explique por qué desde las oficinas de gobierno se organizan, con enorme gasto, fiestas sustitutas de las celebraciones tradicionales, en lugar de invertir los recursos disponibles en la creación de los espacios culturales necesarios para la adecuada manifestación de tales tradiciones, misma que sólo ocurren verdaderamente cuando su organización recae en quienes las protagonizan.
En síntesis, mientras en el imaginario de los sectores con capacidad de decisión en los negocios públicos el funcionamiento de galerías, museos o teatros vaya permanentemente asociado al discurso urbano de las ciudades capitales o industrializadas, seguiremos contemplando la desigualdad y el privilegio como pauta constante de la acción gubernamental en materia de infraestructura artística.

10 de diciembre de 2007

Intermedio


"Pues que la Virgencita de Guadalupe los proteja con su manto..."
Imagen y buenos deseos: Miguel Fematt

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3 de diciembre de 2007

¿Cultura para qué? ¿Desde dónde? ¿Para quiénes? 1a. Parte

Para iniciar la reflexión del estado de la cultura en general, y particularmente en Veracruz, es preciso clarificar lo que entendemos por cultura y como lo manejaremos en este observatorio. Existen dos definiciones básicas de lo que se entiende por cultura. En primer lugar, en su sentido más amplio es el conjunto de creencias, prácticas, símbolos y representaciones elaboradas por diferentes grupos sociales. Esto constituye un proceso dinámico que testifica, crea y recrea la idea de quiénes somos y cómo nos relacionamos con otros. Por lo tanto, esto implica que la cultura está presente en cada manifestación de la vida humana. Debido a lo amplio y vago de esta acepción se ha prestado a confusión, manoseo y hasta manipulación de lo que cabe en esta noción.

Por otra parte, la segunda acepción corresponde a la creación y recreación organizada de objetos y hechos estéticos: la promoción cultural. Habitualmente estas actividades son propuestas desde las diversas instancias que los grupos sociales designan.

El acceso a la cultura, si ésta es entendida como un bien social, no solamente se encuentra sujeto a las inevitables asimetrías propias a toda estructura humana, sino que su disposición en el espacio público dependerá de las acciones generadas por los agentes y actores institucionales, principalmente el gobierno como ya lo hemos dicho.

Sin embargo, en materia de acción cultural resulta pertinente diferenciar los distintos niveles de gobierno, y así distinguir el impacto que generan, a corto y largo plazo, las propuestas y dinámicas federales, estatales y municipales.

En terminos de próximidad con el conjunto social, es al nivel municipal a quien le corresponde ser el primer receptor de las necesidades y expectativas de la comunidad. Es en el cabildo donde, para bien o para mal, se cruzan las demandas más básicas de la población. No obstante, en nuestro país (como en muchos otros), son pocos los casos donde el ayuntamiento local está en capacidad de generar una acción cultural eficaz, frente a las disposiciones de los gobiernos estatales o federal.

Es cierto que el manejo del presupuesto condiciona enormemente la capacidad de proyección de los gobiernos locales. Al mismo tiempo, la herencia del mecenazgo estatal que operó en nuestro país durante tantas décadas generó un centralismo en materia cultural difícil de desterrar, centralismo que encontraba su razón de ser en la función legitimadora que la cultura (manejada desde el ámbito federal) guardaba en relación a los gobiernos posrevolucionarios, lo cual necesariamente derivó en un debilitamiento de la capacidad propositiva de los gobiernos locales, y en menor medida los estatales. Pero hoy en día, y en un contexto fragmentado en el que el Estado en cierta medida ha renunciado a la administración de lo público, comenzamos a advertir por una parte el descuido de la estructura cultural ya implementada, y por otra parte la presencia y proyección de organismos y asociaciones que pretenden incidir en la gestión cultural de sus respectivas localidades.

Esta presencia, cada día más visible, idealmente debería provocar un equilibrio entre las líneas de acción asignadas fuera de lo local y los satisfactores demandados por la comunidad. Por otra parte, las desigualdades con las que durante tanto tiempo operó la distribución del bien cultural, provocan que en ciertas localidades el acceso a la infraestructura sea pobre o de plano inexistente.

En el Estado de Veracruz, pese a la vigorosa emergencia de actores culturales que trabajan tanto en el registro de lo tradicional como en la creación contemporánea, y de la subsistencia de prácticas comunitarias que recrean constantemente el imaginario local (los nuevos jaraneros, el resurgimiento del fandango, las mayordomías…), la inequidad y la deficiencia de la infraestructura, así como la ausencia de ejes rectores definidos en las políticas estatales provocan que la acción cultural no permeé a todo el conjunto social.

Tal vez una de las formas de compensar esta desigualdad en el acceso al bien cultural sea volver la mirada a lo local. En esto, la figura del municipio deberá de tomar el lugar que le corresponde en la generación de líneas de acción enraizadas en las demandas específicas de la población.