Con frecuencia olvidamos que la cultura es el resultado de la convivencia humana y que, en consecuencia, es de todos y, por ello, de nadie en particular. Pero si bien es cierto que todas las personas participan (aunque no siempre de forma consciente) en el proceso de creación y recreación de la cultura propia, también lo es que sólo unas cuantas tienen el privilegio de acceder al goce de los bienes y servicios culturales.
Muchos son los factores que propician dicha inequidad. Dos son los principales: la carencia de una infraestructura cultural suficiente y la convicción de ciertos grupos de poder de que sólo ellos tienen la capacidad (y el derecho) de disfrutar de dichos bienes y servicios.
Es en ese contexto que la acción gubernamental en materia de impulso a la cultura adquiere sentido. Las instituciones públicas del ramo deben cumplir la indispensable función de garantizar a la población el ejercicio del derecho a la cultura, como corresponde en las sociedades democráticas. Por ello, las políticas culturales deben estar orientadas principalmente a multiplicar la infraestructura cultural, conservar el patrimonio cultural y propiciar la expresión de la diversidad creativa.
Lo anterior supone que, al delimitar dichas prácticas, los gobiernos deben diseñar e impulsar políticas compensatorias, que tiendan principalmente a la solución de las desigualdades existentes entre los diversos sectores sociales en materia de acceso a la cultura. Por ello, deben privilegiarse programas y proyectos orientados a la creación y operación de espacios que permitan la expresión de las diversas manifestaciones culturales comunitarias, de género, edad, región, origen étnico, etcétera.
Deben fortalecerse las entidades ya existentes que han probado ser eficaces y eficientes como las casas de la cultura (actualmente tan relegadas), los museos comunitarios, los grupos productivos de arte popular, los espacios urbanos para jóvenes y las salas de lectura, entre otras. Se debe brindar apoyo, además, a la expresión artística emergente (como el video arte) y a las empresas editoriales alternativas.
Para conseguir tales objetivos, resulta necesario acabar con el centralismo existente, que concentra los bienes y servicios en unas cuantas ciudades, en perjuicio de la mayoría. Así, la cantidad de municipios que carecen de servicios culturales básicos como museos, teatros o casas de la cultura, resulta abrumadora. Lo más grave no es la ausencia de tales servicios, sino la total falta de planes y programas orientados a abatirla. No existen (salvo en el caso de las bibliotecas públicas) metas específicas en ningún programa de los tres órdenes de gobierno, cuya finalidad sea subsanar, de manera sistemática, y a mediano y largo plazos, las carencias existentes.
La explicación radica, probablemente, en la acendrada convicción gubernamental de que al Estado le corresponde crear la cultura y no, simplemente, alentar su expresión. Ello quizá explique por qué desde las oficinas de gobierno se organizan, con enorme gasto, fiestas sustitutas de las celebraciones tradicionales, en lugar de invertir los recursos disponibles en la creación de los espacios culturales necesarios para la adecuada manifestación de tales tradiciones, misma que sólo ocurren verdaderamente cuando su organización recae en quienes las protagonizan.
En síntesis, mientras en el imaginario de los sectores con capacidad de decisión en los negocios públicos el funcionamiento de galerías, museos o teatros vaya permanentemente asociado al discurso urbano de las ciudades capitales o industrializadas, seguiremos contemplando la desigualdad y el privilegio como pauta constante de la acción gubernamental en materia de infraestructura artística.
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