(Y para despedir el año...)
La difusión de las manifestaciones artísticas entre la sociedad constituye, sin duda, una de las prácticas de política cultural más relevantes. La organización de espectáculos culturales cumple, entre otros, los objetivos de propiciar el gozo y la recreación de los espectadores, fortalecer el campo profesional de las artes, retroalimentar la producción estética, transmitir de manera simbólica formas diversas de comprender al mundo, además de ampliar los márgenes de tolerancia de las comunidades ante lo diverso. Por todo ello, la organización de espectáculos culturales es una de las funciones más importantes entre las que están llamadas a cumplir las entidades encargadas de realizar tareas de impulso a la cultura.
No obstante su importancia, el peso que dichas entidades suelen otorgar a la difusión artística en el marco general de sus actividades se antoja, con frecuencia, excesivo. La aglomeración de festivales, muestras, jornadas y programas regulares de difusión artística suele propiciar un congestionamiento en la agenda de los habitantes de las ciudades medias quienes, frecuentemente, no alcanzan siquiera a enterarse de que tales actividades fueron programadas.
Lamentablemente, esta sobrecarga suele ocurrir en detrimento de otras actividades que también resultan fundamentales para la vida cultural de las comunidades. De esta manera, la educación artística, el impulso a la creación, la protección del patrimonio cultural y el fomento a la lectura, entre otras tareas prioritarias, pasan a ocupar un segundo o tercer plano cuando todos los recursos humanos, materiales y financieros disponibles en una institución se destinan a la realización de festivales, cuyo impacto real entre las comunidades resulta frecuentemente relativo, dadas la precipitación y el desorden con que suelen organizarse.
Hipotéticamente, los festivales y todas las actividades de su tipo, deberían de propiciar el contacto entre los creadores artísticos y las comunidades de las ciudades en los que se llevan a cabo; favorecer, asimismo, la formación de públicos para las artes e impulsar el desarrollo de la infraestructura cultural. Nada de esto ocurre en nuestras ciudades: los artistas visitantes casi nunca entran en contacto con la gente, ni siquiera con sus colegas locales; los años pasan y número de asistentes a las actividades artísticas permanece estancado o tiende a disminuir y los espacios culturales siguen siendo los mismos de siempre. Cabría entonces preguntarse las razones de la proliferación de tales actividades.
Probablemente la explicación central de la acumulación de festivales y demás actividades de difusión esté relacionada con el impacto publicitario que reditúan. No sería otra la explicación de que, con frecuencia, los festivales se difundan a través de los medios masivos de difusión, como la televisión y la radio, lo que implica una gran convocatoria, a pesar de que se llevan a cabo en poblaciones que carecen de la infraestructura básica de servicios que les permitirían atender adecuadamente a un número significativo de asistentes.
Tal vez ocurra que quienes en dichas circunstancias convocan a tanto público no esperan con seriedad que éste acuda a su llamado: no se trata a fin de cuentas de que la gente asista, sino de que perciba que los festivales se están organizando. Si así fuera, la difusión de las artes no sería lo que importa, sino la noble opinión que el público general tuviera de las entidades que las organizan… y de los gobiernos que las sustentan.
2 comentarios:
El comentario de Christian Rinaudo que se encontraba en este espacio será publicado en forma de post (con permiso del autor) el próximo lunes 14 de enero.
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