La primera observación que suscita el apartado “Patrimonio y diversidad cultural” del Programa Nacional de Cultura 2001-2007 tiene que ver precisamente con su denominación y estructura. Apenas se avanza en la lectura, se advierte que el tema central de dicho capítulo es la conservación del patrimonio cultural de la nación, tanto el tangible como el intangible. Siendo ese el asunto, la inclusión del término “diversidad cultural” en el título se antoja contraria a la riqueza de dicha denominación, al sugerir un tratamiento eminentemente conservacionista de una idea compleja, que comprende no sólo al patrimonio cultural en su conjunto sino, además, a los mecanismos y las circunstancias que posibilitan su reproducción y fortalecimiento.
Según la declaración y los convenios suscritos por el gobierno mexicano, la diversidad cultural debe considerarse como un mecanismo para, entre otras cosas, reducir la pobreza y alcanzar la meta del desarrollo sostenible. Conviene recordar al respecto que, para la UNESCO, la diversidad cultural es “una fuerza motriz del desarrollo, no sólo en lo que respecta al crecimiento económico, sino como medio de tener una vida intelectual, afectiva, moral y espiritual más enriquecedora.”. Poco de ello aparece en el Programa, que se limita a proponer estrategias para la preservación patrimonial, sin ligarlas claramente a un proyecto de desarrollo económico o social.
Debe reconocerse, no obstante, que este tramo del programa incluye un diagnóstico bastante objetivo de los problemas y limitaciones que enfrentan las instituciones gubernamentales encargadas de proteger y conservar el patrimonio cultural de la nación. Especialmente claro resulta el análisis que se hace de los problemas que aquejan al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). El dictamen es tan severo que obliga al lector a recordar las muchas empresas que el Instituto ha llevado a cabo con ventura a lo largo de su historia y la importante función que ha cumplido como investigadora, protectora y difusora del patrimonio cultural, pese a sus evidentes limitaciones y su acendrado verticalismo.
La medicina que se receta en el Programa como remedio para los males consignados apunta en la dirección correcta, ya que se hace énfasis en la importancia de una adecuada coordinación con los organismos estatales y municipales, al grado de que, hasta donde recordamos, Conaculta concede, por primera vez la posibilidad de compartir con los gobiernos estatales partes importantes de las responsabilidades que hasta ahora ejerce en exclusiva.
Desde luego, tal ruta es posible. El exitoso funcionamiento del Museo de Arqueología de Xalapa y el importante trabajo de rescate, investigación y difusión del patrimonio arqueológico de nuestra entidad que la Universidad Veracruzana lleva a cabo desde hace décadas en coordinación con el INAH son una muestra de que los estados pueden hacerse cargo de sus valores patrimoniales, cuando los criterios vigentes son de orden científico y los valores que los rigen son el rigor y la disciplina y no la demagogia y la superficialidad.
En todo caso, es cierto que, como lo postula el Programa, la situación demanda que el INAH armonice sus políticas de regulación del patrimonio en toda la república. Ello permitiría, por ejemplo, que los estados y los municipios cooperaran de manera importante en las tareas de registro de los bienes inmuebles, que es el primer paso para su adecuada protección; sólo que para ello es necesario que las diversas dependencias del Consejo se pongan previamente de acuerdo y definan con claridad los modelos de ficha de registro y otros instrumentos y normas básicos, a fin de que los demás órdenes de gobierno puedan participar provechosamente en dicha tarea.
Por lo que hace a la conservación del patrimonio intangible, Conaculta refrenda su intención de continuar alentando a las manifestaciones de la cultura popular, principalmente la indígena, por medio de programas de apoyo como el PACMyC, hasta ahora tan importante, pese a que ha empezado a dar muestras de fatiga por el clientelismo que ha generado a lo largo de los años y el serio problema que significa la poca e inadecuada difusión de sus resultados, generalmente valiosos.
En este punto resulta alentador que el Consejo reconozca la necesidad de “superar actitudes paternalistas” que tanto daño han hecho en las comunidades y tanto han originado la renuencia a colaborar por parte de las instancias estatales y municipales de cultura. Como siempre, queda claro que el acercamiento a las comunidades debe darse de una manera franca y respetuosa y que la cultura popular no tiene otro dueño que los actores sociales que cotidianamente la crean y recrean.
En síntesis, cabe expresar que en materia de protección del patrimonio cultural mexicano, tan rico y diverso, el gobierno federal requiere el apoyo de los otros órdenes del gobierno, de la sociedad civil y de la comunidad internacional, para llevar a cabo sus propósitos. Ojalá se establezca el concierto de voluntades que ello demanda. Lograr dicho acuerdo sería, sin duda, el logro más importante de la presente administración cultural en este campo.
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