Dentro de los distintos apartados que constituyen el Plan Nacional de Cultura 2007-2012, se aprecia un especial interés por darle visibilidad (y en principio encontrar soluciones) a un problema estructural derivado de la verticalidad inherente a nuestro sistema político: la falta de coordinación entre los tres niveles de gobierno y los actores locales en la puesta en marcha de proyectos. El Eje 7 del Plan, nombrado Cultura y Turismo, no es la excepción.
Este apartado, dedicado a uno de los temas que mayor relevancia tiene hoy en día al hablar de beneficio material derivado de la acción cultural, posee la virtud de enumerar los riesgos que se corren cuando se proyecta una política que pretende equilibrar el plano de lo económico con el plano de lo simbólico. Se reconoce que la relación entre ganancia y preservación del patrimonio no es tersa sino más bien de enfrentamiento, que la importancia del sector no ha conseguido afirmarse (apenas el 5.5% del turismo nacional y el 3% del turismo extranjero) y que el papel que ha jugado el CONACULTA, a través de la Coordinación Nacional de Patrimonio Cultural y Turismo (creada en 2001), no ha sido del todo eficaz. El texto de este apartado menciona que no ha habido delimitación de las funciones correspondientes a la Coordinación, y que ésta carece de una integración formal de sus actividades con el resto de las entidades que conforman el Consejo. Al mismo tiempo, y si leemos con ojos suspicaces, se admite que existe una cierta esquizofrenia en la personalidad misma de la Coordinación dado que parte de sus actividades debe de armonizarse con el trabajo de la Secretaría de Turismo, mientras que por otra parte sus trabajos se dirigen hacia organismos culturales (de lo cual se infiere que los objetivos no han sido concordantes).
En este listado de riesgos y fallas, resulta en cierto modo sorpresivo constatar que, al igual que en otros apartados del Plan, el Instituto Nacional de Antropología e Historia recibe una fuerte crítica al no poder cumplir con el rol del juglar que mantenga el equilibrio con todas las pelotas, puesto que la entidad debería –según la visión que ofrece el documento- negociar la promoción y el uso del patrimonio entre los distintos actores: “la coordinación de esfuerzos y recursos en materia turística por parte del Instituto Nacional de Antropología e Historia con los tres niveles de gobierno ha sido errática, parcial e insuficiente, pues si se parte del enorme potencial de nuestra riqueza cultural, habría que reconocer que no se ha sintonizado con la formulación de políticas de promoción y capacitación adecuadas.” Crítica que parece injustificada, si tomamos en cuenta que el INAH, pese al carácter de garante del patrimonio que ostenta en la Ley Orgánica que lo rige, no posee capacidad jurídica para generar líneas de acción destinadas a la promoción turística, aun si en los últimos tiempos se ha acondicionado un área destinada a los “paseos culturales”, suerte de circuitos turísticos que se promocionan bajo la línea del llamado Nuevo Turismo Cultural del INAH: http://www.inah.gob.mx/mener/index.php?contentPagina=9
Todo este mea culpa lleva a pensar que existe una serie de deslizamientos conceptuales, siendo el más importante de ellos el que homologa Patrimonio con Bien Cultural. Como ya se había mencionado en el post anterior de este blog, al parecer la lectura que se hace sobre el Patrimonio parece estar dirigida hacia el conservacionismo y la preservación, a la memoria materializada, sin tomar en cuenta la emergencia de nuevas formas de acción cultural que son susceptibles de crear contenidos asimilables a su vez por el turismo. Como lo ha mencionado Ana Rosas Mantecón, se está dando lugar a una verdadera “industria del patrimonio”. Por supuesto, como ella misma lo afirma en un artículo publicado en el libro Retos Culturales de México frente a la Globalización, no todas las expresiones culturales son apreciadas de la misma forma, ni están de la misma manera disponibles para todos. Por ello, el Patrimonio juega un papel fundamental en la nueva promoción turística, dado que los sitios arqueológicos, las construcciones históricas, los museos y aun las representaciones folclóricas permiten un juego de escenificación fácilmente accesible para un consumidor medio. Sin embargo, en muchos países las expresiones populares –algunas veces asimiladas al Patrimonio Intangible- (festividades, música y danza) y la creación contemporánea (contenida y/o representada en museos, galerías y teatros) forman parte de los bienes culturales promovidos en la oferta turística. El Patrimonio es observado, desde el texto que nos interesa, como un “recurso no renovable”, lo cual excluye, a priori, las manifestaciones en vías de creación.
Por otra parte, cuando se habla sobre la falta de coordinación entre los niveles de gobierno y los actores locales para generar proyectos, se afirma que esta negociación es necesaria, por supuesto, para lograr “mayores oportunidades de desarrollo”. El problema radica en que, si lo que se pretende es luchar contra la pobreza en zonas que gozan de “alto valor cultural”, lo que se está proponiendo es una relación lineal entre prestadores de servicio y consumidores de servicio. Dentro de los objetivos y las estrategias de este Eje, encontramos propuestas como el fomento y desarrollo de productos culturales, la sensibilización de los actores locales hacia el turismo, la generación de manuales de capacitación, la difusión en grandes medios de comunicación y la creación de guías de turismo adaptadas. Nada de esto suena mal, salvo por el hecho de que estamos hablando de contenidos simbólicos y de diferencias, en ocasiones abismales, entre las regiones y sus modos de vida. La falta de coordinación entre los actores institucionales, y las comunidades conlleva el riesgo no solamente de volver ineficaz un proceso productivo, sino también de generar tensiones al interior de los grupos locales. Cuando se objetiva una manifestación, o se le da preferencia a un “lugar de memoria” sobre otro, en función de su valor de uso turístico, esto probablemente origine conflictos y/o nuevas formas de disparidad entre los habitantes de una región. No existen recetas mágicas contra esto, pero la mera capacitación de los habitantes de un sitio susceptible de devenir turístico no paliará el impacto que pueda tener una mala planeación carente de definición sobre lo que las comunidades pueden y quieren gestionar de su propio patrimonio.
En el Eje 7 del Plan Nacional de Cultura se incluyen como estrategias la promoción del respeto a las formas de vida originarias, y a la participación activa de las comunidades: creemos que estas dos frases, tan simples e ingenuas, deben constituir la base de una política de Turismo Cultural que se extienda hacia la autogestión con base en el diagnóstico que los mismos actores locales puedan realizar sobre sus bienes culturales. De esta forma, la articulación entre los agentes institucionales podrá traducirse, ahora sí, en apoyos verdaderamente productivos.
Ps.
Pensando en la valoración de la riqueza cultural, en el disfrute de los habitantes locales de su propio patrimonio, y en la apreciación que tienen los turistas sobre este mismo patrimonio, reflexionemos: ¿qué pasa con el Carnaval de Veracruz?
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