Acorde con la tónica general de todo el documento, el diagnóstico formulado en el tramo correspondiente a la promoción cultural en el Programa Nacional de Cultura 2007-2012 resulta a ratos incisivo y revelador. De entrada, admite que:
“Es necesario, por no decir urgente, diseñar nuevas estrategias y mecanismos de atracción y generación de nuevos públicos, en particular entre niños y jóvenes, lo que requiere un amplio análisis de los caminos seguidos hasta ahora, la evaluación de técnicas, métodos y resultados y la búsqueda de nuevas vertientes de difusión y motivación”.
Este reconocimiento es importante, desde luego, y podría ser signado por muchas entidades de cultura, tanto públicas como privadas. Llama la atención por ello que, luego de efectuar tan significativa declaración, el Programa se limite a reiterar, una tras otra, las mismas estrategias de promoción cultural de siempre, varias de las cuales han mostrado no sólo su obsolescencia, sino, de plano, su franca impertinencia.
Ocurre que, con frecuencia, el documento se concentra más en lamentar lo dramático de la realidad nacional que en tratar de vislumbrar las “nuevas estrategias” vanamente invocadas al inicio. Tal ocurre, por ejemplo, cuando se trata de la industria cinematográfica. En este punto, el diagnóstico insiste, con tino, en señalar lo pernicioso que resulta el monopolio que ejerce la cinematografía estadounidense en los circuitos de exhibición fílmica en México.
Lo malo es que ante tan duro problema la receta sigue siendo la de siempre: subsidiar a una parte sustantiva de las películas que se producen en México, pasearlas por los festivales del mundo y dejarlas por fin morir en los ingratos circuitos comerciales. En este caso, como en muchos, se deja intacta la raíz del problema al no impulsar las modificaciones legislativas que tanta falta hacen y, sobre todo, al no alentar la creación de circuitos paralelos de exhibición que ofrezcan a los espectadores de toda la república la oportunidad de ver, no sólo la producción fílmica nacional sino, además, la de otros países igualmente marginados.
Conviene recordar al respecto que muchas instituciones académicas, culturales, sociales y privadas han hecho evidente su voluntad de aportar recursos humanos y materiales a la integración de los circuitos antes mencionados. Poco es sin embargo lo que puede hacerse sin la intervención decidida del órgano encargado por Ley de impulsar tal proceso, que es precisamente el Instituto Mexicano de Cinematografía.
Otro ejemplo palpable de la inercia del gobierno federal en el ámbito de la promoción cultural es el relacionado con el tema del fomento a la lectura. En esta área, se insiste en reiterar las medidas ciertamente positivas, pero ya conocidas, como el impulso a las ferias del libro, la distribución por medio de Educal y la operación de salas de lectura, mientras se desaprovechan oportunidades doradas como el establecimiento de ofertas editoriales eficientes dirigidas a públicos por consolidar, como los adultos que han tramitado su credencial en las más de siete mil bibliotecas públicas, o la integración de un sistema único de distribución de libros que aglutinara el acervo editorial del sector público con el de las universidades.
Para no variar, además, se insiste en confundir la difusión de la cultura con la realización de actividades dirigidas a públicos multitudinarios, tales como ferias y festivales. Tal confusión resulta grave, si se piensa que dichas acciones deben ser, en rigor, el resultado de una labor persistente, cotidiana y diversificada en materia de organización de espectáculos culturales. Así por ejemplo, poco sentido tiene organizar un festival internacional de danza contemporánea en una ciudad que carezca, por ejemplo, de opciones educativas en la materia, compañías estables de cierta calidad y una programación constante de grupos de dicha disciplina. Sin esos ingredientes, podrán transcurrir veinte o treinta festivales anuales sin que la comunidad se apropie realmente de la fiesta.
Otra característica del apartado del Programa que nos ocupa es su preocupación por prolongar la estrategia iniciada en el sexenio anterior, consistente en utilizar la riqueza del patrimonio cultural de México, destacadamente el patrimonio arqueológico, como tarjeta de presentación de la identidad nacional y moneda de cambio para conseguir magnas exposiciones del patrimonio de otras culturas del mundo. Debe reconocerse la importancia de dicha estrategia, sin dejar de advertir que, en ocasiones, ella significa el síntoma más evidente de una incomprensible necesidad oficial de mostrarse ante el mundo para obtener reconocimiento. Sin ignorar que dicha circunstancia es favorable, queda claro que mejor sería para todos que también fuéramos reconocidos por la calidad de nuestra democracia, nuestra justicia social o nuestro apego a los derechos humanos.
En síntesis, podemos afirmar que en el rubro de la promoción cultural el Programa Nacional de Cultura tiene uno de sus flancos más débiles. Podría no ser tan preocupante, si no fuera porque es uno de los que más recursos absorben y más ayudan a la clase política a legitimarse como impulsora de la cultura.
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