4 de julio de 2011

De patrimonios, dineros y derechos...

Empezamos en el blog una serie de reflexiones derivadas de los acercamientos temáticos que hemos presentado durante esta primera mitad del año: legislación, consumo y derechos culturales.

Ishtar Cardona intenta un primer acercamiento a un asunto delicado: la relación entre creadores e instituciones tomando como ejemplo el caso de los festivales de son jarocho.


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De patrimonios, dineros y derechos...
Ishtar Cardona


El 14 de julio próximo inicia el 8o. Festival del Tesechoacán en Playa Vicente, Veracruz. Fundado a partir de la iniciativa de Arturo Barradas, el festival se ha posicionado como una de las citas más importantes para los entusiastas del son jarocho durante estos últimos ocho años.

En la reciente edición electrónica de la revista Proceso, aparece una nota firmada por Ricardo Jacob dando cuenta de este evento. En la nota se insertan fragmentos de entrevista con Arturo Barradas, quien -como suele suceder en estos casos- narra los gustos y sustos implicados en la organización del festival.

En la lista de sustos aparece (como siempre) el fantasma de los dineros. Barradas dice:
“Hasta el momento sólo tenemos apoyo federal, que está aportando los traslados de todos los grupos, que es como la mitad de la inversión del festival. Nosotros como proyecto estaremos aportando todo lo de alimentos y la chamba, como siempre, y al parecer el Ayuntamiento se hará cargo de lo que falte (sonido, publicidad, etc.).”

El Conaculta y el Ayuntamiento de Playa Vicente ponen recursos. El escalón faltante es el estatal.

El son jarocho, debido a la reactivación que el género en sí ha manifestado en los últimos años, se ha colocado en un lugar que lo torna apetecible para cierto tipo de acciones públicas: a través de su reformulación, se han podido ordenar discursos sobre la vitalidad cultural veracruzana, se ha reflexionado sobre la capacidad de la música para reforzar el vínculo comunitario y se han diseñado de forma más o menos visible estrategias para aprovechar el valor económico que este patrimonio puede generar.

Resulta innegable hablar del impacto que en ciertas comunidades el son ha provocado, así sea a escalas moderadas. Las formas de socializar entre sectores jóvenes se han modificado por su inserción al medio jaranero. También es cierto que la práctica musical ha hecho brotar proyectos de gestión que abarcan más que la técnica musical. Y en ciertos casos, pocos pero existentes, ha permitido que algunos colectivos lleguen a un mediano equilibrio económico.

También es sabido que en los años de crecimiento del llamado movimiento jaranero, se generaron de forma más o menos evidente sinergias con instancias de gobierno que en ocasiones apoyaron genuinamente el trabajo de los soneros, y en otros casos solamente se subieron a la ola del prestigio renovado del género. Tanto a nivel local como estatal y federal.

Resulta notable, aunque a la mala leche del pesimismo le sea natural, que con todo y Tajines y Jarochos dancísticos que van y vienen, los aparentemente pequeños proyectos tengan dificultades para obtener recursos de buena fe por parte de las autoridades estatales.

Sería ingenuo pensar que no existen agendas y tiempos políticos que -desde las lógicas de lo pragmático- pretenden capitalizar los espacios y públicos creados en torno al movimiento sonero. En todo caso los eventos producidos desde la red de gestores infusos del son (y esto dicho con mucha admiración) tienen su jale, sus audiencias cautivas, y en continuación de la antigua función social del fandango que se erigía en espacio de resolución de conflictos de lo social, siguen haciéndole campo a las demandas de la comunidad.

El Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan durante las fiestas de la Candelaria es un buen ejemplo de cómo un espacio de este tipo ha servido para visibilizar demandas, exigir derechos, confrontar al "otro" (que no piensa como yo, que no toca como yo) y apropiarse del público como futuros votantes.

Ahora bien, no todos los espacios, en la enorme viña del Señor que ha resultado el medio jaranero, se prestan a todo. El Festival del Tesechoacán ha pretendido construirse de forma distinta al dictum actual del gobierno estatal que subordina las manifestaciones culturales a su instrumentación turística. Lo cual no significa que sus patrocinadores, ayuntamiento incluido, no perciban el potencial económico que bien cuidado, eso sí, el festival conlleva.

Pero por lo pronto los organizadores han decidido prescindir del apoyo del gobierno estatal:
“Ellos están más interesados en el turismo y su derrama económica, y la tradición se les ha vuelto una manera de hacer varo promocionando la imagen estereotipada del jarocho, pero organizando festivales de salsa. Esa ha sido siempre su tónica y la neta, ya ni los pelamos."

Es preocupante que la autogestión a la que se ven obligados muchos creadores (para no tener que ceder ante lo fundamental o porque de plano no hay ni la intención de apoyo) devenga en la aceptación de la inacción gubernamental, en el ya conocido "no les pido porque ya sé que no me van a dar".

La agenda gubernamental no puede ser manejada como si se tratara de una agencia de contrataciones, como si su función fuese ser el gran productor de espectáculos. Y los creadores no pueden terminar aceptando que las instituciones no sirven para nada.

Es necesario reflexionar sobre las tensiones existentes entre instituciones y creadores, sobre las utilizaciones que pueden ejercerse sobre las prácticas culturales en tiempos en que lo simbólico se juridiza y se coloca entre los párrafos de leyes sin reglamento, en tiempos en que el patrimonio puede ser valuado más que como un capital al que tenemos derecho, como un negocio cuya derrama no a todos les llega. La cultura no siempre es de quien la trabaja...

1 comentario:

Colectivo dijo...

De Laura Rebolloso:

Muy buenos los textos que me llegaron a traves del observatorio cultural veracruz. Gracias.