9 de junio de 2009

Intermedio


En la imágen, Tercera Estancia Artística en Lipuntahuaca, Huehuetla, Puebla, organizada en el marco del 2º Foro Nacional de Jóvenes Hablantes de Lenguas Originarias . Fotografía de Labeac.

Publicamos el boletín de prensa que nos hacen llegar nuestro amigos del Laboratorio Escénico A.C.

BOLETIN DE PRENSA
Debido a la contingencia sanitaria por el virus de la influenza y sumándonos a las medidas de prevención impuestas por las autoridades federales, les notificamos que el “Segundo Foro Nacional de Jóvenes Hablantes de Lenguas Originarias” previsto para realizarse en el mes de mayo, se llevará a cabo los días 24, 25 y 26 de septiembre en la Universidad Veracruzana Intercultural (UVI-Totonacapan), con sede en el municipio de Espinal, Veracruz.

Cabe mencionar que el programa previsto para este evento sigue intacto hasta el momento, por lo que agradecemos la participación y cooperación de todos y cada uno de los ponentes, moderadores, panelistas, talleristas, artistas invitados, patrocinadores y desde luego a los medios de comunicación que nos han acompañado en este proceso. Les agradecemos su comprensión y les mantendremos al tanto del desarrollo de este evento a través de nuestra página de internet www.laboratorioescenico.org y de nuestros boletines.

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1 de junio de 2009

Modelos de reconocimiento de los artistas plásticos en Xalapa

(Primera de dos partes)

A Xalapa se le ha reconocido desde el siglo XIX como un espacio idóneo para el desarrollo de la buena convivencia y la creatividad. Lo anterior tiene —como afortunada consecuencia—, la existencia de una vital comunidad artística activa en múltiples campos de la creación: Danza, Música, Teatro, Literatura y el que nos ocupa en esta ocasión, las Artes Plásticas en forma general, pero muy particularmente los artistas que han alcanzado reconocimiento en este campo.

Las circunstancias varían de acuerdo a cada uno de los campos de creación, ya que individualmente ellos poseen tanto sus reglas como sus códigos para proceder, organizarse y reconocer a sus participantes; así como los lugares que cada actor tiene al interior de los mismos. Aquí cabe mencionar que en los campos los artistas no son los únicos actores considerados, sino también las instituciones y otros agentes intermediarios que acompañan el proceso de creación en distintas etapas, desde su concepción hasta su presentación en público. Es posible decir que la organización de la comunidad artística actual tiene su origen en la década de los setenta del siglo pasado, cuando —los ahora reconocidos artistas— pugnaron por la apertura de distintos espacios para la plástica al interior de la UV.

Cuando se habla de campo artístico en este texto, se hace en referencia a los postulados de Bourdieu, sociólogo que profundizó sobre la organización de los campos y sus características locales. Los campos están formados con sus propias leyes en las cuales se encuentra un capital en juego, —la actividad artística que da nombre al campo— generando un habitus, es decir, un modo de vida interno. Por otra parte, los campos son interdependientes con otros campos, especialmente de los campos de poder con quienes establecen relaciones subordinadas. Los participantes juegan diferentes roles al interior del campo, en un camino con algunas reglas establecidas para progresar de aspirante hacia posiciones dominantes. Finalmente se encuentra el capital cultural que los individuos traen al campo cuando se insertan y logran ser reconocidos.

Son estas condiciones generales las que generan las actividades y formas de interacción en cada campo, las cuales se adecuan a las condiciones de cada lugar, dándole mayor o menor peso a ciertos actores e incluso actividades, dependiendo tanto de los códigos como de los valores de cada campo y la ubicación del mismo.

La comunidad artística actual incluye como actores principales a los creadores, las distintas instituciones involucradas en el arte, los promotores, gestores, curadores, la prensa, los críticos y la tímida participación de la iniciativa privada, así como los públicos. Cabe enfatizar los roles que han jugado —como representante del Estado— la Universidad Veracruzana (UV) y el Instituto Veracruzano de Cultura (IVEC). Ambos han sido primordiales en la conformación de esta comunidad. Los anterior es particularmente cierto para la UV, la cual, desde su creación en 1944, ha tenido políticas para impulsar la creación, mediante el establecimiento de escuelas, la creación de centros de investigación, la generación de grupos artísticos y foros para la presentación de actividades artísticas.

XALAPA Y SUS CIRCUITOS DE RECONOCIMIENTO EN LA PLÁSTICA
Para el análisis del funcionamiento del campo de la plástica xalapeña es preciso centrar la atención en dos actores principales, los creadores y las instituciones estatales. Lo anterior debido a que la simbiosis de estos dos ha sido la que ha permitido el desarrollo de un campo tanto amplio como sólido; lo cual ha beneficiado el desarrollo de artistas con trayectorias individuales interesantes que les permita su consolidación y, por ende, reconocimiento.

La consolidación del campo se dio de la mano, del momento más importante del desarrollo institucional de las artes en la ciudad: el rectorado de Roberto Bravo Garzón (1974-1981) en la Universidad Veracruzana. Aunque de modo directo los gestores principales en esta época fueron Fernando Vilchis –promotor cultural y pintor- y Carlos Jurado –artista plástico y director fundador tanto de la Facultad y el Instituto de Artes Plásticas. En ese momento, un grupo de artistas trabajadores y alumnos de la UV, lograron darle cuerpo a los talleres de arte y los fueron transformando hasta conformar una serie de espacios en torno a la creación de las Artes Plásticas. Como fue la creación de la Facultad en 1976. Más adelante, se propuso la creación del Instituto de Artes Plásticas, en 1978.

La formación y crecimiento de maestros y alumnos de la facultad, así como la producción desde la Facultad y el Instituto, hicieron necesaria la creación de tres galerías universitarias. Una en la Facultad, otra en el Instituto y la Galería Universitaria: “Ramón Alva de la Canal”.

Cada uno de estos espacios ha tenido distintas razones para su aparición y han respondido a distintas motivaciones. Sin embargo es necesario puntualizar que todas estas entidades han ayudado a la creación del campo de la plástica a nivel no sólo universitario, sino local e incluso estatal y nacional. La conformación de estos espacios, en general se dio por un grupo reducido e identificado, generó un circuito de reconocimiento al interior de la UV, institución que en ese entonces, era la encargada de generar propuestas culturales para la ciudad. En estos años, Xalapa era conocida ya como un boyante centro creativo. Entre la década siguiente de los ochenta y la actualidad, la ciudad creció y con ello se incorporaron nuevos actores al campo de la plástica, como el IVEC y otras instituciones estatales además de los artistas independientes y las galerías privadas.

Cabe señalar que la intensa compenetración de los artistas en los quehaceres universitarios dio a lugar a un peculiar fenómeno; el cual sigue marcando a la comunidad artística en general. La institución creció y se fortaleció tanto que la labor que los individuos pudieran realizar a nombre propio suele ser minimizada, pues la institución tiene mayor peso. Sin embargo, existen individuos que resaltan por características y méritos individuales, a los cuales podemos denominar como “artistas reconocidos”.

Fragmento del artículo "Modelos de reconocimiento de los artistas plásticos en Xalapa" publicado en INSTITUTO DE ARTES PLÁSTICAS. XVIII Años de Vanguardia. Catálogo de los artistas del Instituto de Artes Plásticas de la Universidad Veracruzana. Coord. María Teresa González Linaje. Agosto 2006. ISBN 968-834-737-x

25 de mayo de 2009

Intermedio

Fandango: Los orígenes. Documental de Antonio Meave (2003).

PRÓXIMO POST: Lunes 1 de junio.

18 de mayo de 2009

El Son Jarocho como Patrimonio*

(Tercera de tres partes)
Ishtar Cardona

Es importante mencionar los procesos de arraigo del son en contextos lejanos a su fuente territorial, como ha ocurrido en los últimos años en la Ciudad de México –dando origen a los llamados “jarochilangos”- y en Estados Unidos, particularmente en California, donde existe una comunidad “jarochicana”.

Respecto al auge que manifiesta el son jarocho en la capital del país, los jaraneros encuentran que es el espíritu diverso de la urbe, junto con el gusto por lo tradicional que se expande a través del mercado de lo étnico, lo que ha provocado un acercamiento de los jóvenes al son. Es por esto que se han creado talleres de música, laudería y zapateado en centro culturales independientes, talleres que forman a personas que sin tener una filiación particular con la cultura veracruzana, se adhieren en diversos grados de aproximación a la comunidad jarocho como público, como seguidores o como ejecutantes.

Sin embargo, es en el caso de la comunidad chicana donde el son se manifiesta como un elemento patrimonial en reconstrucción.

A principios de los años ochenta el grupo Mono Blanco realizó una serie de giras a varias ciudades de los Estados Unidos con presencia de migrantes de segunda y tercera generación, mexican-americans que habían crecido, en muchos casos, escuchando música mexicana y que la ejecutaban a partir de la formula folklórica de los grupos surgidos en los años cuarenta y cincuenta, y de la apropiación que sobre la música mexicana habían hecho músicos chicanos como Ritchie Valens o Los Lobos.

El intercambio entre los soneros jarochos y los músicos chicanos inicia de forma problemática dado que los chicanos no reconocían la tradición que ellos habían asimilado, es decir el código folklórico, en la sonoridad de los grupos de rescate del son. Al mismo tiempo, los jarochos no confieren legitimidad ni autenticidad a la música que los chicanos consideran tradicional. El patrimonio que cada una de las partes reconoce como tal no se encuentra en sintonía. A pesar de esto, es la idea de comunidad lo que permite que ambos frentes establezcan diálogo e intercambien referentes sobre la memoria común. Los chicanos se interesan en la reconstrucción de lo propio por oposición a un sistema que expropió el espíritu de un pueblo, y los jarochos aprenden de la capacidad organizativa de los chicanos.

La asimilación de una tradición como patrimonio se presenta aquí en un nivel estratégico, en el que los actores buscan una herencia convergente para construir un discurso que les permita explicarse y subsistir en tanto que una misma entidad histórica. Por supuesto, los chicanos no se remiten a la misma estructura identitaria que los nacidos en Veracruz, ni se consideran a sí mismos meramente mexicanos trasterrados. Al mismo tiempo, los jaraneros reconocen que han sido cruzados por múltiples herencias y que su identidad jarocha es fragmentada y reconstruida. Sin embargo, en torno a la música pueden establecer una comunidad de intensión, que en el mejor de los casos defienda las herencias regionales, dé cuenta de sus desplazamientos territoriales, discuta su importancia para el desarrollo grupal, y vigile y negocie su eventual e ineluctable transformación.

Hoy en día existen diversos proyectos que involucran a músicos jaraneros de ambos lados de la frontera, se organizan festivales, se inician talleres, se ofrecen conferencias, se preparan fandangos. Por otra parte, la capacidad económica con la que cuentan los centros culturales o los productores artísticos en California, Chicago o Nueva York ha permitido que algunos músicos jarochos puedan dedicarse a la música sin depender exclusivamente de becas, o esporádicos contratos en el país.

La comunicación es fundamental en la organización de estos proyectos que involucran al son jarocho. Como es lugar común afirmar en nuestro globalizado contexto, internet ha precipitado el intercambio de experiencias y de datos. Los conciertos y fandangos se pactan y se anuncian en la red. Existen comunidades virtuales en las que se discuten los símbolos de lo jarocho, canales de videos en los que se pueden tomar clases de laudería y jarana, portales donde los grupos se presentan, suben fotos y videos, y congregan seguidores . Esto ha generado un puenteo en el que los signos de la tradición se deslocalizan para multiplicarse sobre diferentes escenarios: salir de la comunidad para presentarse en un festival en Mali, Barcelona, Penang o San Diego sin pasar temporadas previas en la Ciudad de México es una práctica que se vuelve recurrente entre los grupos que quieren proyectarse más allá de los fandangos.

Si la circulación del son jarocho ya no se constriñe a un espacio regional determinado, si los actores que lo ejecutan asumen que sus pertenencias identarias son diversas y sus filiaciones no derivan únicamente del mundo tradicional jarocho, si el código formal del son jarocho se ha transformado, y a él se integran nuevos instrumentos y se le mezcla con otros códigos, si todo esto es así, ¿podemos llamarle Patrimonio al Son Jarocho?

La complejidad misma del término patrimonio y su aplicación a los constructos simbólicos determina su extensión: “Hoy es la diversidad de expresiones lo que constituye la definición de patrimonio más que la adhesión a una norma descriptiva”, dice Mounir Bouchenaki a la vez que afirma que el destino del patrimonio inmaterial está mucho más ligado a sus creadores .

En el recorrido que se ha hecho a lo largo de este texto, hemos dado cuenta de como una práctica con raíces históricas, contenida en un espacio cultural delimitado, se expande más allá de sus referentes en sentidos disímbolos. Y es en esta expansión, en la tensión que provoca al interior de la estructura comunitaria, que el sentido de su acción se afirma. Mutando, adaptándose, el son jarocho ha logrado una vitalidad que surge del núcleo mismo de la comunidad. Compleja, la tradición adopta formas que por lo menos hasta el momento no han diluido los elementos básicos del género. La creatividad de los actores del son y los cuestionamientos que se han formulado han sido la tabla de salvación de una música que, desenraizada, perdía poco a poco su sentido social. Al recuperar su sentido comunitario, así sea a través de las dislocaciones espaciales por las que atraviesan las comunidades hoy en día, el son jarocho se proyecta como una práctica que sigue provocando y convocando a sus creadores y sus receptores.

En la reflexión acerca de la preservación del patrimonio y en el establecimiento de marcos que lo regulen, deben intervenir directamente los depositarios de la memoria cultural, aquellos que afirman una tradición aún si en la acción la problematizan y la transfiguran. De no ser esto así, corremos el riesgo de patrimonializar signos que se irán vaciando de contenido, y solamente nos quedarán lápidas frías que digan: “en este lugar alguna vez se vivió”.

* El presente texto es un resumen del artículo que se publicará en las memorias del Seminario Internacional "Compartir el Patrimonio Cultural Inmaterial: Narrativas y Representaciones" que se llevó a cabo en la Ciudad de Oaxaca del 22 al 24 de enero de 2009 y que fue organizado por el Consejo Internacional de Ciencias Sociales (ISSC) y el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM) de la UNAM para la UNESCO, en colaboración con la Secretaría de Cultura del Estado de Oaxaca, La Dirección General de Culturas Populares (CONACULTA), el Instituto Nacional de Antropología e Historia y la Organización No Gubernamental "Interactividad Cultural y Desarrollo, A.C.".

11 de mayo de 2009

Intermedio

Corte del documental "Los Soneros del Tesechoacan" (2007), dirigido por Inti Cordera. Escrito por Manuel Polgar, Arturo Barradas y Alejandro Albert. Producido por Karl Lenin González, La Maroma Producciones.

PRÓXIMO POST: Lunes 18 de mayo

4 de mayo de 2009

El Son Jarocho como Patrimonio*

(Segunda de tres partes)
Ishtar Cardona

Hacia principios de los años setenta, algunos músicos e investigadores comienzan a cuestionar la lógica estética imperante en la representación del son jarocho (y de otras músicas mestizas) proponiéndose “rescatar” la auténtica tradición musical, menguada en su zona de origen y poco reproducida al interior de las comunidades, contrariamente a lo que ocurría en los centros urbanos, donde bajo su aspecto folklórico se enseñaba, se presentaba y se consumía.

Ya desde los años sesenta, un grupo de investigadores, antropólogos y etnomusicólogos en su mayoría, habían aprovechado el interés generado por la estructura de apropiación de las manifestaciones regionales fomentada desde el Estado en beneficio de la búsqueda de materiales sonoros autóctonos. Este grupo realizó una serie de investigaciones sobre las músicas en “vías de desaparición”, haciendo una apología de este universo primigenio, puro, idealizado, que había que “rescatar” mediante la recolección de testimonios grabados . Pero es a partir de los años setenta que se observa el surgimiento de una generación de jóvenes músicos, originarios de la zona, y en ocasiones instalados en la Ciudad de México, que se preguntan si no es a ellos a quienes corresponde rescatar la música jarocha, buscando ellos mismos las bases sobre las que se asienta el sistema simbólico de la práctica musical. Esto en parte gracias a la efervescencia que se vivió en México en aquellos años respecto a la trova, el canto nuevo y las músicas latinoamericanas. Así, comienzan por buscar el testimonio de los viejos jaraneros rurales. Considerados una fuente abundante de información que será aprovechada a través de grabaciones de campo o mediante su incorporación a nuevos ensambles musicales, como ocurrió con Arcadio Hidalgo, quien se integra al grupo Mono Blanco, fundado en 1977 por Gilberto Gutiérrez, José Ángel Gutiérrez y Juan Pascoe.

Esta generación, capaz de reconocer a sus miembros mediante el prisma de una práctica heredada, y de provocar la adhesión de otros individuos a través de una estructura significante va a constituirse en lo que ha sido llamado Movimiento Jaranero (por el uso de la jarana) o Movimiento Sonero. Es en ese momento cuando se comienza a hablar de una “tradición” y de una “identidad” como si se tratase de entidades inseparables, a la vez que se genera un repertorio temático que acompaña a este binomio: los fandangos como fiestas contenedoras de la memoria común, las viejas familias de soneros, la herencia campesina que se traduce en formas muy precisas de hacer la música. Es decir, en ese momento la identidad se construye en tanto que vaso contenedor de la tradición, una tradición entendida como un sistema estético definido, de raíz histórica y no mutable que se confronta a la apropiación nacionalista de su código, esto es, al folklore.

A partir de los años noventa, el Movimiento Jaranero se expande, pero este crecimiento va de la mano de un aumento en la complejidad del sistema de acción: los actores del movimiento se dan cuenta de la dinamización de la carga simbólica en el seno de la práctica musical provocada por sí misma: hacer son jarocho no puede significar la imitación de la música hecha en los fandangos de antaño, pues de ella se ha perdido casi toda traza… Además, los jarochos actuales han crecido escuchando otras sonoridades de las cuales también abreva su modo de concebir ritmos y melodías. Por otra parte, la presencia de músicos extranjeros a la región que se integran a las experiencias nacidas de esta nueva etapa de la música sotaventina, provoca que se replanteen los límites de lo “jarocho”.

Actualmente, el movimiento trata de administrar su práctica y de forjar una estética propia con base en la cultura regional. Sin embargo, esto se torna complicado dado el contexto presente en el que los reencuentros favorecen la experimentación, y el mercado deviene realidad ineluctable para todos aquellos que pretenden hacer de la música una forma de vida y una actividad de reproducción material.

Los elementos que configuran el repertorio formal que caracteriza al son jarocho como género –instrumentario, danza, ritmos y poesía- conforman un código que, al reivindicarse propio a un espacio construido históricamente, permite construir un discurso de afirmación identitaria al reproducirse técnicamente, aún si los contextos de la práctica han cambiado, y aún si en la recreación del código, aquello que en otros tiempos era vivido, practicado como un mero saber, hoy día no deja de ejercerse sin un cierto sentimiento de apropiación patrimonial, de herencia recibida legítimamente.

En el caso de las herencias localizadas, éstas se encuentran en la base de la definición de una estructura de acción estética deseada, pero el problema se haya en las condiciones de representación que opera en toda memoria que se reconstituye.

Cuando se habla de reconstruir una tradición (o de inventarla a la manera de Hobsbawm), hablamos de una interpretación de esta tradición, porque es imposible copiar un sistema simbólico expresivo ad infinitum. Se trata de un juego especular (en términos de especulación y de representación). El hecho de pertenecer a una familia de músicos jarochos o de haber nacido en la región puede manifestarse como una ventaja para el ejercicio musical, la legitimidad que da el saberse originario del territorio, pero hace falta definir cuál es el margen de innovación del que nos podemos aprovechar para dinamizar la práctica cultural. Al mismo tiempo, la introducción de elementos reformadores puede solamente producirse desde el exterior, mediante la “intromisión” de otro que encuentre sentido en mi acción, pero que no puede ejercerla de forma integral. O tal vez, como comenzaron a cuestionarse hace algunos años ciertos soneros jarochos, las herencias son tan complejas y diversas, que lo exterior puede provenir de ellos mismos…

En el son jarocho, como en tantas otras prácticas populares reinterpretadas y resignificadas, existe una tensión entre la tradición, la folklorización y la fusión. El son resulta esencialmente producto de la hibridación entre varios universos culturales, pero el sentido que se le confiere a la práctica y el uso que se le da a los elementos que integran una memoria es lo que determinará la dimensión instrumental de la acción. Refiriéndonos a lo anterior, podemos observar cuál era el rol jugado por la música veracruzana en el esquema nacionalista (un elemento integrante de un sistema cultural “auténtico”) y en el pensamiento de los intelectuales de los años sesenta (un patrimonio en vías de extinción). En ambos casos, hablamos de la estructuración de una imagen folklórica homogeneizante de las expresiones regionales.

Para los integrantes del Movimiento Jaranero, el hecho de reestructurar la práctica del son en oposición al código instrumentado desde lo nacional, significó volver a darle a la música su “autenticidad”, centrarla nuevamente al interior de la comunidad y por lo tanto recuperarla como parte integral de la identidad regional. Pero la comunidad ya tampoco es lo que era: los músicos soneros no tardan en darse cuenta que su propia experiencia les impide reflejarse cómodamente en esta imagen: los pueblos se fragmentan, las familias migran y ellos mismos ya han sido tocados por otros símbolos ajenos al núcleo comunitario, y por lo tanto han recibido otras herencias .

No es posible retornar al paraíso perdido. La reconstrucción arqueológica no opera para el son, y los músicos deben hacer funcionar los mecanismos de la memoria con los filtros que su propia experiencia individual les ha ido dejando.

En el panorama del son jarocho, podemos encontrar hoy en día a músicos campesinos que realizan grabaciones profesionales pero que salen muy poco o nunca de su comunidad, a músicos que se encuentran a medio camino entre la práctica comercial y los proyectos de autogestión comunitaria, a músicos-investigadores que hacen el viaje de ida y vuelta entre los fandangos y las universidades, a grupos de rock, ska, son montuno, que practican eventualmente el son jarocho y que toman prestados elementos para sus propios experimentos sonoros, a músicos hijos de músicos soneros que disponen de elementos de otras tradiciones o de otras estructuras musicales para fusionarlas al son de Veracruz.

Todo este proceso no se ha llevado a cabo de forma tersa: los debates al interior del Movimiento se multiplican, y la forma de ejecución, la transmisión del conocimiento musical, las formas vestimentarias, la construcción de instrumentos y la profesionalización de los músicos devienen puntos de confrontación en nombre de la tradición y en el cruce entre lo que Manuel Castells llama en su libro El poder de la identidad la identidad-resistencia (el enquistamiento autorreferencial) y la identidad-proyecto (la trascendencia de lo autorreferente). Estos debates se manifiestan de forma notable en la constitución de espacios de acción donde la memoria atribuida a la comunidad se recrea, se reproduce y se resignifica.

El primero de estos espacios ha sido el fandango, materia prima del “rescate del son”. Los registros históricos que refieren a estas fiestas populares son abundantes, desde documentos inquisitoriales hasta estudios realizados recientemente, pasando por las relaciones de viajeros que veían en esta expresión el “verdadero espíritu del pueblo”. Toda esta literatura ha fijado firmemente las bases míticas del fandango como un evento reproducido en el tiempo, asentado en la memoria de la colectividad. Asimismo, al establecerse como área por excelencia del encuentro comunitario -según las crónicas no había suceso importante que no terminara en fandango- deviene apuesta mayor en el proceso de reapropiación de la tradición.

Si lo que se pretende es reactivar la memoria de una práctica heredada, y esa herencia es propia a la comunidad, en este espacio del fandango se reactivarán los lazos intersociales que dan origen a este sistema simbólico, se ejercerá el saber técnico y se transmitirán las bases de su conocimiento. Sin embargo, en el fandango también se escenifican los conflictos propios a la reconstrucción de la tradición que hemos mencionado anteriormente. El sentido de pertenencia a la comunidad, la fidelidad con la que se practica el código musical y aún las atribuciones categóricas se escenifican sobre y alrededor de la tarima.

Las múltiples pertenencias identitarias de los soneros actuales se manifiestan en estos eventos, y hoy en día es difícil acercarse a este fenómeno sin tomar en cuenta que no solamente crea encuentro, sino también desencuentro entre las variadas filiaciones que ostentan los ejecutantes del son. Justamente esto es lo que vuelve al fandango un espacio privilegiado para el análisis de la acción: los fandangos no operan actualmente bajo las reglas de los pueblos campesinos de tiempo atrás, los lugares donde se llevan a cabo no pertenecen exclusivamente al ámbito de lo rural (aún si en muchos pueblos de Veracruz han resurgido), y las lógicas que los rigen varían según los organizadores. En este tenor, podemos encontrar fandangos que no solamente pretenden reactivar el nosotros en comunidad, sino que también pretenden marcar un territorio ganando a la “modernidad”, afirmar un estilo de ejecución, poner en práctica una enseñanza aprendida en taller y no a través de la mera oralidad, recrear transitoriamente una forma de vida… Como espacio performativo de lo identitario, el fandango se manifiesta como contenedor de sentido, que se complejiza en la medida en que las lecturas de qué es la tradición y qué hacer con ella se multiplican.

La contraparte de la práctica del son hoy en día se manifiesta a través de la presentación que los grupos de son jarocho aspiran a realizar de su música sobre los escenarios. Ciertos estudiosos han querido ver, en esta nueva espectacularización del son, una continuidad con los grupos folklóricos de los años cincuenta, una operación meramente escénica que busca aprovechar el contexto de la globalización y del mercado de lo “étnico” imponiendo nuevos cánones sobre la ejecución de un código comunitario.

Es cierto que algunos soneros jarochos no se han detenido en la mera reproducción de fiestas regionales y que han integrado el saber del código como un elemento constitutivo de su actuar individual. Algunos han devenido en músicos que también se proyectan en escenarios impropios al rito comunal, que se observan a sí mismos no solamente como reproductores, sino afirmativamente como creadores (y en esto se diferencian de los jaraneros de mediados del siglo XX), con un pié anclado en una memoria específica, y otro en la necesidad de erigir una base mínima de reproducción material. Por ello no son inmunes al “reencantamiento que propicia la espectacularización de los medios” como dice Nestor García Canclini . Sin embargo, son pocos los jaraneros que pueden vivir única y exclusivamente de tocar. En general, fabrican instrumentos y dan clases, pero todo esto entra dentro del paquete de hacer vivir el son. Aquí las lógicas de acción también se entrecruzan: los grupos surgidos del rescate del son saben que no viven más en las épocas del mecenazgo estatal, al mismo tiempo que han emprendido un camino que los aleja del consumo masivo de su producción musical.

Algunos programas de apoyo a las culturas populares y de difusión de las artes en México han beneficiado recientemente iniciativas dedicadas al impulso del son jarocho a nivel regional y nacional . El Nacionalismo Cultural dejó como una de sus más interesantes herencias la creación de toda una estructura de reproducción simbólica, institucionalizada y contenida en entidades como el INBA, el INAH, y más recientemente el CONACULTA. La creación del Instituto Veracruzano de Cultura (IVEC) en 1987 permitió que se fundaran talleres de jarana, zapateado y laudería en el circuito de casa de cultura del Estado. Se han organizado festivales y encuentros institucionales que favorecen la re-visibilización del son como expresión propia a Veracruz y no como un elemento más de la planta simbólica nacional. Sin embargo, esta ayuda no ha sido suficiente para los jaraneros que pretenden vivir de su creación, por lo que deben de combinar la ayuda obtenida a través de becas y contrataciones por parte de las instituciones culturales, con otras fuentes de financiamiento, la cuales se encuentran, frecuentemente, más allá de las fronteras nacionales.

* El presente texto es un resumen del artículo que se publicará en las memorias del Seminario Internacional "Compartir el Patrimonio Cultural Inmaterial: Narrativas y Representaciones" que se llevó a cabo en la Ciudad de Oaxaca del 22 al 24 de enero de 2009 y que fue organizado por el Consejo Internacional de Ciencias Sociales (ISSC) y el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM) de la UNAM para la UNESCO, en colaboración con la Secretaría de Cultura del Estado de Oaxaca, La Dirección General de Culturas Populares (CONACULTA), el Instituto Nacional de Antropología e Historia y la Organización No Gubernamental "Interactividad Cultural y Desarrollo, A.C.".

27 de abril de 2009

Intermedio



Inundación de la serie La jarana de Mario. Grabado de Alec Dempster.
Forma parte de la exposición que se presenta desde el 22 de abril en el Café Teatro Tierra Luna en Rayón 18, Xalapa, Veracruz.

Sobre la exposición: "Los nuevos grabados de Dempster son la continuación de una ya extensa y reconocida exploración de diversas facetas del son jarocho. En esta ocasión se trata de una historia narrada a través de 13 grabados en linóleo. Nos acercan a la vida de un niño campesino que vive en una pequeña comunidad del sur de Veracruz. Cada grabado retrata una etapa de su iniciación musical como jaranero. También están incluidos en la muestra grabados que el artista hizo como encargos con una variedad de fines como portadas y retratos."

PRÓXIMO POST: Lunes 3 de mayo.

20 de abril de 2009

El Son Jarocho como Patrimonio*

(Primera de tres partes)
Ishtar Cardona

El Son Jarocho, la música originaria del centro-sur del Estado de Veracruz en México, también llamada música del Sotavento, ha sido considerado durante largo tiempo como uno de los componentes constitutivos de la herencia cultural nacional. No existe un ballet folklórico profesional que no cuente entre sus estampas con un baile jarocho. En las escuelas de educación elemental se montan bailables para los festivales escolares: La Bamba, La Guacamaya o El Jarabe Loco forman parte del repertorio potencial listo para ser escenificado en alguna festividad nacional o evento dedicado a la familia.

Dentro del discurso de los encargados de las políticas culturales estatales o federales, al referirse al patrimonio cultural es difícil que se deje de lado al son jarocho en el repertorio de “lo mexicano”. La fuerza de su representación solamente puede ser comparada con los sones del Estado de Jalisco y su música de mariachi.

Al parecer, estamos hablando de un elemento cultural que no se encuentra en peligro de desaparecer y cuya administración no representa dificultades particulares dado que cuenta con el aprecio y el apoyo de parte de las instituciones culturales, muy por encima de otras representaciones regionales que no gozan de visibilidad y sostén gubernamental para manifestarse. Sin embargo, la historia reciente del son de Veracruz se encuentra cruzada por fenómenos varios que narran la dificultad y los riesgos de considerar una práctica en tanto que patrimonio sin analizar el sentido que ésta guarda para los agentes que la determinan, las interacciones que se juegan en el contexto actual y las transformaciones a las que, por lo tanto, se ve sujeta.

Actualmente, cuando nos referimos a la defensa del Patrimonio Cultural, hablamos del establecimiento de acuerdos entre los diferentes actores involucrados en la creación, reproducción y transmisión de ciertos elementos que poseen un peso simbólico como herencia del conjunto social. El primer acuerdo debe ser la definición de lo que es o no patrimonio: ¿Qué es considerado lo patrimonial y a qué reglas se sujeta? Y para instaurar una defensa adecuada sobre el patrimonio ¿cómo deben considerarse las mutaciones que se operan a lo largo del tiempo sobre lo patrimonial para seguir siendo considerado tal? En el caso del Patrimonio Cultural Intangible, estas mutaciones corresponden en ocasiones con el sentido mismo que le otorgan los creadores a su práctica…

El debate que se desarrolla actualmente en torno a estos temas involucra definiciones conceptuales como Identidad, Región y Nación, Tradición y Folklore, Mercado y Gobierno. Definiciones que desarrollan su propia direccionalidad dependiendo del agente que se las apropie para construir un discurso.

Según el investigador francés Gerard Lenclud, la antigüedad parece conferir un prestigio particular a todo objeto capaz de probar su pasado lejano , y el son jarocho suscribe esta afirmación.

Como lo ha estudiado Antonio García de León, entre otros investigadores, los elementos rítmicos, melódicos y poéticos que conforman el son jarocho como género musical se van lentamente amalgamando durante los dos primeros siglos de la Colonia, pero es a finales del s. XVIII y principios del XIX que podemos rastrear la diferenciación de las músicas y danzas regionales de la Nueva España. Llegado el s. XX, las transformaciones en las formas ancestrales de vida impactaron en la recomposición social de la zona: la extracción petrolera en la zona sur del Estado de Veracruz, el debilitamiento del comercio fluvial y la migración a centros urbanos perfilaron un nuevo panorama donde los antiguos espacios comunitarios pierden centralidad. Por otra parte, los estereotipos regionales, que conforman el rompecabezas de lo nacional, van a ser vehiculado por los medios de comunicación masiva que en aquellos años comienzan a evolucionar de forma acelerada. La radio y el cine de forma particular incorporan la figura del jarocho (el campesino de la costa por excelencia) a su catálogo de representaciones.

La construcción de un Nacionalismo Cultural, puesta en marcha por los regímenes post-revolucionarios, se lleva a cabo mediante la incorporación al repertorio simbólico mexicano de las expresiones populares regionales; expresiones y prácticas que fueron transformadas, sintetizadas y potenciadas –es decir, folklorizadas - con el fin de resultar más asequibles para el conjunto nacional.

Podemos observar, el estudiar este repertorio simbólico que constituye “lo nuestro”, que se ejerció una suerte de patrimonialización sobre las culturas regionales en beneficio de lo nacional. Es decir, se les consideró como parte indisociable de la herencia del conjunto mexicano en general y como tal se les introdujo al juego de escenificaciones a través de las cuales el país se representa. Sin embargo, y jugando con el sentido jurídico del patrimonio, en esta transformación de las tradiciones regionales no se define el elemento pasivo de lo patrimonial respecto a las obligaciones y deudas pendientes con la herencia que se recibe.

El son jarocho, al ser desvinculado de su matriz originaria, se transformó en un elemento folklórico destinado al consumo y que se ostenta a través de imágenes estandarizadas en los programas de televisión, los centros turísticos y los programas institucionales. No obstante, esta transformación no elevó el estatus del son sino que lo arrinconó en la clasificación de “popular”, y como tal se le ha tratado.

Es claro que el Estado Mexicano puso en marcha todo un mecanismo de fomento que, a través de las instituciones gubernamentales designadas, otorgaba recursos para la reproducción de las expresiones culturales. Sin embargo, resulta evidente que se estableció una diferenciación valorativa entre lo “popular”, lo “tradicional”, y lo decantado del arte académico y occidental. Esta diferenciación se manifestaba y manifiesta en los presupuestos y en el espacio que se le confiere a cada uno en el esquema estatal: la dicotomía artesanía/arte provoca suspicacia y resquemor en los creadores, y confusiones e incongruencia en los funcionarios encargados de velar por la preservación de las expresiones artísticas.

La división entre lo “culto” y lo “popular” no da cuenta de la complejidad e interacciones que se operan al interior de prácticas que se van transformando con el paso del tiempo, que renuevan su carga simbólica y que incorporan nuevos elemento a sus códigos de representación. Cuando el Estado Mexicano patrimonializa las culturas regionales, no genera marcos de referencia sobre su producción y desarrollo ni se muestra particularmente interesado en entablar diálogo con las comunidades de origen. Por lo tanto, las acciones que se realizan para proyectar estas culturas regionales son coyunturales o de bajo impacto, y en todo caso se vuelven susceptibles de ser aprovechadas, bajo su aspecto folklórico, por los poderes políticos o por el mercado. El patrimonio, en este momento, se vuelve una herencia instrumentada pero no asegurada. Una herencia que pretende ser fijada en el tiempo, no considerada como un sistema mutable. Una herencia que no termina de definirse dado que quienes la crean no han muerto, y aún siguen transformando su sentido.

* El presente texto es un resumen del artículo que se publicará en las memorias del Seminario Internacional "Compartir el Patrimonio Cultural Inmaterial: Narrativas y Representaciones" que se llevó a cabo en la Ciudad de Oaxaca del 22 al 24 de enero de 2009 y que fue organizado por el Consejo Internacional de Ciencias Sociales (ISSC) y el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM) de la UNAM para la UNESCO, en colaboración con la Secretaría de Cultura del Estado de Oaxaca, La Dirección General de Culturas Populares (CONACULTA), el Instituto Nacional de Antropología e Historia y la Organización No Gubernamental "Interactividad Cultural y Desarrollo, A.C.".

13 de abril de 2009

Intermedio

Un son de costumbre,el Xochipitzahuac tocado en Chicontepec, Veracruz.

PRÓXIMO POST: Lunes 20 de abril.

6 de abril de 2009

La Virgen de Tampico entre dos orillas

La investigadora Caterina Camastra, quien ha trabajado sobre la poesía popular jarocha, autora del libro Ariles y más ariles: los animales en el son jarocho, y que actualmente prepara una tesis doctoral sobre arquetipos populares en la literatura hispanoamericana, creó para el blog un texto sobre la imagen de la Virgen de Tampico, sita en la pequeña iglesia de Santa Catalina en Cádiz y que ha provocado una cierta controversia sobre su procedencia y pertenencia.

Escrito en un registro descriptivo que no anula la lírica, el presente texto -expresivo y sintético- no solamente nos regala una perla de curiosidad museográfica, sino que invita a pensar sobre las cuestiones patrimoniales ligadas a la pertenencia y a las reivindicaciones post-coloniales.

Agradecemos enormemente a Caterina que haya escrito esto especialmente para el Observatorio. La extrañamos de este lado del charco.

En el próximo post de nuestro blog seguiremos abundando en ejemplos ligados a las controversias sobre el patrimonio y reflexionaremos sobre el son jarocho y los debates que en torno a él se formulan entre la innovación y la pureza tradicional.

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La Virgen de Tampico entre dos orillas
Caterina Camastra



Dos puertos de uno y otro lado del charco atlántico, Cádiz y Veracruz, son entrañablemente parecidos y diferentes.

Veracruz está bajo el imperio absoluto del calor tropical, si acaso mitigado por sus famosos nortes. Sin embargo, cuando los veracruzanos tienen frío los visitantes apenas perciben un soplo de fresca tregua.

En Cádiz, en cambio, los nortes y los ponientes en invierno se meten hasta adentro y dejan escarchados los huesos. Pero en ambas orillas del mar las palmeras danzan en el viento con la misma especial belleza, como dice la canción.

Los jarochos y los gaditanos también se parecen mucho, siendo los segundos si acaso un poco más rubiecitos. No obstante palabras y modismos diferentes, en ambos puertos son alegres, gritones, fiesteros y bromistas. También comparten esa desenfadada amabilidad hacia el viajero propia de quien ha visto siglos de atracar y zarpar, aunada a la vaga conciencia de cierto privilegio por tener un horizonte líquido para el alba o el atardecer.

La pequeña iglesia de Santa Catalina, en Cádiz, sobre Campo del Sur –uno de los muchos malecones que ofrece la ciudad- muestra en su estructura los mismos estragos del salitre y la humedad de los que adolecen varios de los edificios antiguos de Veracruz.

Supérstite del desaparecido convento de Capuchinos, la capilla alberga un interesante cuadro cuyo sujeto es Nuestra Señora de Tampico, según un inventario del convento, única referencia documental conocida de la obra. Según su restaurador, Francisco Fernández Trujillo, el cuadro fue pintado entre finales del siglo XVII y principios del XVIII. En esa época, la villa de Tampico cambió varias veces su ubicación, debido a los continuos ataques de los piratas, de los cuales el más célebre fue el de Laurent Graff, el pirata Lorencillo, en 1684, que destruyó la población. Al parecer, por esos tiempos el puerto de Tampico correspondía al hoy pueblo de Tampico Alto, en el estado de Veracruz, y no a la ciudad que actualmente se encuentra en la orilla norte del río Pánuco, en Tamaulipas. Además, en ese entonces ni Veracruz ni Tamaulipas existían como entidades estatales nombradas como tales.

No se conoce la procedencia del cuadro: pudiera haber sido pintado en España por encargo de alguien que había estado en América, o bien ese alguien de América se lo trajo. No sabemos si quien lo encargó fue un rico criollo o “indiano”, un igualmente rico “cargador a Indias” gaditano, o la misma orden de los Capuchinos en una u otra orilla.

La Virgen lleva el mismo manto azul estrellado que su más conocida colega de Guadalupe, como ella está parada en la luna y es morena. A diferencia de ella, carga el niño.

Se han dado diferentes lecturas de la obra. Juan Antonio Fierro Cubiella sostiene que la Virgen es india y el niño es mulato, que la ciudad al fondo es Tampico y la flota de barcos es inglesa. Quizás se trate de una representación de ese mismo ataque arrasador de 1684. Otro estudioso, José Luis Ruiz Nieto-Guerrero, difiere. Según él, tanto la ciudad como la flota son ideales, sin remitir a referentes concretos. María y el niño no tendrían rasgos indios ni mulatos, siendo más bien cercanos a la iconografía de las vírgenes negras que se encuentran en varios puntos de Europa.

En ambos casos queda intacto el placer del viajero (o de la viajera, es decir, yo) al descubrir una singular joya barroca en una pequeña iglesia a la orilla de un océano que separa y une dos puertos opuestos y gemelos en las dos orillas del corazón.

Ahora bien, en torno a esta imagen se teje un chisme insospechado: el cuadro éste levantó un pequeño polvorón semidiplomático cuando gente de una estación televisiva de Tampico estuvo llamando al señor Fierro -parroquiano devoto que además trabaja en la secretaría de la Facultad de Letras de la Universidad de Cádiz y se encargó de promover la restauración del cuadro-... ¡para exigirle la devolución de la Virgen a Tampico! El pobre está muy disgustado con el asunto y de hecho se puso un poco desconfiado cuando le dije que quería yo escribir un artículo para una página web de Veracruz. Hubo que tranquilizarlo diciendo que en el artículo sólo iba a narrar lo comprobable en torno a la imagen y que no iba a polemizar sobre su pertenencia y posesión.

En el internet se encuentran un par de artículos con nebulosas barrabasadas acerca de la ubicación del cuadro, el hecho inexistente que diga “Tampico”, y el “celo” de los gaditanos que lo esconderían a los visitadores, amén de los errores de ortografía... Estos textos pueden ser leídos: http://www.milenio.com/node/129601
http://www.oem.com.mx/elsoldetampico/notas/n970365.htm